Una obra biofílica, orgánica y mimética
Por Stevenson Marulanda Plata
Cuando Gustave Eiffel levantó su icónica torre para la Exposición Universal de 1889, la élite intelectual de París reaccionó con indignación.
Escritores como Guy de Maupassant, músicos como Charles Gounod y arquitectos de renombre firmaron un manifiesto que calificaba la estructura como una “monstruosa chimenea de hierro”. Paradójicamente, aquella obra despreciada se convirtió en el símbolo más reconocido de Francia.
Una historia similar, es posible que comience a escribirse en Valledupar con el Centro Cultural y de Convenciones de la Música Vallenata, cuya inauguración está prevista para el próximo 28 de abril.
Esta estructura, de formas audaces y revestimiento verde, ha generado opiniones divididas: mientras algunos la consideran un “adefesio”, otros ven en ella una obra de proyección mundial que redefine la relación entre la arquitectura, la naturaleza y la cultura.
El Centro ha sido diseñado bajo principios biofílicos, orgánicos y miméticos.
La biofilia —del griego “amor por la vida”— es un concepto que impulsa a integrar los espacios construidos con la naturaleza, promoviendo el bienestar humano a través del contacto visual, material y simbólico con los entornos vivos.
A su vez, el organicismo arquitectónico —que Antoni Gaudí llevó a su máxima expresión en la Sagrada Familia de Barcelona— propone que los edificios fluyan como extensiones de la vida misma, adoptando formas curvas y dinámicas.
El mimetismo busca que la obra dialogue armónicamente con su entorno, fundiéndose en colores, texturas y volúmenes que evocan el paisaje natural.
El Centro Cultural y de Convenciones de la Música Vallenata no busca imponerse sobre la tierra: se entrelaza con ella. Su estructura irregular y verde no pretende ser otra catedral de mármol ni otro rascacielos de vidrio: quiere ser un homenaje a la vegetación, a la vida, a la pulpa amarilla del mango maduro y a la risa de los ríos y de los acordeones.
La textura de su piel recuerda la espesura viva de los bosques del Valle de Upar — el Valle de los Acordeones— que pica y se extiende desde las cara vallenata y guajira de la Sierra Nevada hasta la Serranía del Perijá. Su frondosa silueta con manchas de frutas maduras parece esculpida por los vientos que raspan y lamen las montañas. No es un edificio que se planta sobre el suelo: es un edificio que nace de él.
Como la Torre Eiffel en su día, como la Sagrada Familia aún en construcción, el Centro Cultural y de Convenciones puede estar siendo incomprendido en su nacimiento. No es raro: toda innovación de veras grande choca primero con la incomodidad de quienes están acostumbrados a las fórmulas ya gastadas.
Es probable que este “monstruo verde” sea reconocido por lo que realmente es: una obra de talla mundial, un canto de amor a la tierra vallenata, un símbolo que, como el vallenato mismo, brota del monte, de la vaquería, de los corrales, de las galleras, de los cultivos y de las parrandas de pueblo para ascender al cielo como Remedios la Bella y alcanzar la universalidad.
Toda transformación significativa genera resistencia. Sin embargo, las ciudades que apuestan por el futuro saben reconocer el valor de aquellas obras que, aunque polémicas en su origen, se convierten en emblemas de su identidad. Ojalá este sea uno de esos emblemáticos casos.
Hoy, el Centro Cultural y de Convenciones de la Música Vallenata nos invita a mirar más allá de lo inmediato: a ver en su arquitectura un homenaje viviente y palpitante a la tierra que canta y resiste, y a una ciudad que, como su música, quiere seguir creciendo hacia el mundo.
La biofilia: la última esperanza
Hoy, cuando el planeta tiembla bajo el peso del desequilibrio termodinámico que nosotros mismos provocamos, cuando la atmósfera se inflama y los océanos se elevan, ya no es posible la neutralidad. Estamos llamados a elegir: entre la vida y la muerte, entre la biofilia y la biofobia.
La biofilia es el amor por la biología. La biofobia, en cambio, es le desprecio por la naturaleza, como el mundo estéril de concreto muerto.
Hoy, más que nunca, el mundo necesita ciudades que abracen la naturaleza, arquitectura que respire, obras que, como el Centro Cultural y de Convenciones de la Música Vallenata, broten del suelo como árboles de cultura y memoria. Necesitamos reconvertir nuestro espíritu en un espíritu biofílico, o seremos consumidos por el fuego de nuestro propio desprecio por la vida.
Yo me declaro, sin vacilaciones, entre los biofílicos. Este sentimiento, casi maternal, me impulsa a ver y sentir este edificio verde y frondoso, salpicado de manchas amarillas, como un verdadero palo de mango parido.
No critico a quienes hoy lo atacan, como en su momento lo hicieron con la Torre Eiffel el escritor Guy de Maupassant, el dramaturgo Alexandre Dumas hijo, el compositor Charles Gounod y el arquitecto Charles Garnier, creador de la Ópera de París.
Muchos de estos críticos son, quizás inocentemente, herederos inconscientes de la biofobia que ha envenenado al mundo; o, en el mejor de los casos, simplemente no han pensado en estas dimensiones más profundas y su juicio se limita a una reacción estética superficial. No es una discusión menor: es la batalla de nuestro tiempo.
Quizás dentro de unos años, muchos de ellos, se reunirán bajo su umbría para celebrar a Valledupar y al vallenato, sin poder ya imaginar la Ciudad de los Santos Reyes sin su corazón verde cargadito de mango maduro latiendo en su pleno pecho valduparense.
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