El progreso no tiene cura: crea para destruir
Por Stevenson Marulanda Plata
— ¡Dennos esa arma y seremos los amos del mundo! — gritó Tomás K. Finletter, el secretario de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos.
El progreso humano, con su andar triunfal y arrogante, no se compadece de la Tierra que lo sostiene. A cada avance tecnológico, a cada conquista científica, le corresponde una herida abierta en los ciclos naturales del planeta. Mientras las ciudades se extienden como manchas de plástico sobre los oceános, el ADN de los bosques y de los mares se enferma, sus copias retroceden y la atmósfera se carga con un aire cada vez más sucio e irrespirable.
Malthus, desde su siglo XVIII, nos advirtió que existe un límite biológico que no puede ser transgredido impunemente. Sin embargo, la humanidad, intoxicada por la ilusión dopaminérgica de un crecimiento sin fin, se comporta como un enfermo terminal que se niega a reconocer su enfermedad y rechaza cualquier tratamiento.
Este ensayo explora el precario equilibrio entre el progreso, la ciencia, la ecología y la paz mundial, y se pregunta, con la crudeza que exige el presente: ¿es posible curar un modelo de desarrollo económico y político que no concibe la palabra “límite”?
Adam Smith creyó ver en el libre mercado una mano sabia e invisible que, al guiar el interés individual, conduciría por instinto al bienestar colectivo. Pero olvidó advertir que esa mano también era ciega, y también, tan corrupta como la estatal como en Colombia. Corrupta y ciega a la fotosíntesis de los árboles talados, a las especies extinguidas y moribundas, a las aguas contaminadas. Corrupta y ciega al equilibrio delicado del clima y a los estertores agónicos de cielos, mares y suelos extenuados.
Malthus, en cambio, nos obligó a mirar lo que Smith no quiso —o no pudo— ver: que los límites del planeta no obedecen a las leyes ni a la moral del mercado. Que no hay oferta infinita cuando los ríos mueren asfixiados sin oxígeno. El progreso, guiado por esa mano invisible, a veces corrupta, y ciega, ha sido eficaz para multiplicar bienes, pero torpe para proteger la vida como el equilibrio de un sistema ecológico global. En su afán de crecer, no se pregunta si puede, ni si debe: simplemente avanza, sin ver, sin detenerse, como una enfermedad salvaje, invasiva y metastásica que devora un cuerpo terráqueo exhausto y en riesgo de decrepitud.
La especie humana, al multiplicarse como plaga y consumir energía a ritmos frenéticos, se ha convertido en una fuerza destructora capaz de alterar los ecosistemas planetarios de forma irreversible. En apenas unos milenios —un suspiro en la escala geológica— extinguimos más de la mitad de las grandes bestias de la Tierra, arrasamos selvas, contaminamos océanos y desfiguramos el clima.
La mano bruta, ciega e invisible del mercado —incapaz de resucitar un glaciar—, proclamada por Adam Smith como garante del bienestar común, resulta impotente para detener la deforestación del Amazonas o el deshielo del Ártico. No regula la codicia ni modera el deseo. Al contrario, la dopamina —el neurotransmisor carburante del circuito neuronal de la codicia y del deseo pecaminoso— lo incentiva.
En este escenario, el progreso parece un titán furioso y ciego que, en nombre del desarrollo y del bienestar humano, devora todo lo viviente. Sin piedad, sin compasión, sin misericordia. Y, sobre todo, sin saber detenerse.
El apetito del superorganismo siembra progreso y cosecha desolación
“El poder de la población es indefinidamente mayor que el poder de la Tierra para producir subsistencia para el hombre.”
— Thomas Robert Malthus, Essay on the Principle of Population, 1798
La humanidad entera puede concebirse hoy como un solo organismo gigantesco, un Leviatán insaciable que respira, lo devora todo y transforma el mundo para satisfacer las imperiosas órdenes del genoma humano:
¡EXISTE! ¡SOBREVIVE! ¡MULTIPLÍCATE! ¡SÉ FELIZ!
Si quisiéramos matematizar ese voraz apetito, bastaría un cálculo sencillo: más de ocho mil millones de personas necesitan, en promedio, 2.500 kilocalorías diarias solo para alimentarse. Eso arroja una cifra cercana a los 20 billones de kilocalorías al día. Pero ese es apenas el Umbral Metabólico de la Humanidad (HMH).
Cuando a este HMH se suman las necesidades energéticas del transporte, la industria, la producción de bienes, las guerras, la agricultura intensiva y la voracidad digital de nuestros días, el consumo energético real por habitante supera con holgura las 500.000 kilocalorías diarias. Multiplicado por la población mundial, el resultado es escalofriante: más de cuatro mil billones de kilocalorías por día —una cifra que desafía no solo a la razón y la moral del progreso, o sea la capacidad del planeta para sostenernos.
Lo que Malthus predijo como un desbalance entre población y alimentos se ha transformado en una desproporción monstruosa entre civilización y naturaleza. La Tierra, que durante millones de años fue capaz de regenerarse a su propio ritmo, hoy se enfrenta a un hipermetabolismo técnico industrial que no da tregua. Ya no se trata solo de cuántos somos, sino —sobre todo— de cuánto consumimos.
Sueños de progreso: cenizas del mañana y culto al crecimiento en un planeta menguante
Saber hacer y repartir el pastel sin incendiar la cocina. Si los 1.100 millones de seres humanos que hoy caminan por los márgenes de la pobreza cruzaran el HMH e ingresaran hacia una vida digna —plena de derechos fundamentales, como lo proclaman la Constitución y las leyes de Colombia, y como la que goza un ciudadano de clase media en el mundo desarrollado—, el planeta entero crujiría bajo el peso de esa ascensión.
No solo consumirían más de quinientos ochenta billones de calorías adicionales en alimentos cada año —como si la Tierra debiera alimentar a otra China invisible—, sino que encenderían sus primeras bombillas, tomarían autobuses, usarían internet, refrigeradores, calefactores y combustibles fósiles, y entrarían de lleno en el banquete energético de la modernidad.
Pero ese anhelo legítimo de equidad energética y material implica una expansión gigantesca del aparato productivo global, cuyas consecuencias trascienden la justicia social: afectan directamente la termodinámica del planeta. Ni el capitalismo ni el socialismo, las ideologías de moda, han logrado —ni han querido— respetar los límites ecológicos. Ambos han sido promotores de la misma fe ciega en el crecimiento ilimitado, adoradores fanáticos del fetiche del desarrollo.
Hans Jonas (1903–1993), el filósofo de la conciencia ecológica y del futuro como obligación moral, propone una nueva ética para la civilización tecnológica, advirtiendo que el poder sin control de la técnica moderna puede tener consecuencias apocalípticas, y que solo una ética fundada en la responsabilidad hacia la vida puede contenerlo. En El principio de responsabilidad (1979), escribió: “El imperativo de la responsabilidad nace de la necesidad de responder por un poder que puede hacer desaparecer la vida”, alertando que la técnica moderna, tanto en Oriente como en Occidente, posee un poder que desborda por completo los marcos de la ética tradicional, desde Aristóteles hasta Kant.
Por su parte, Yuval Noah Harari, desde una visión más contemporánea, sentencia: “Las ideologías modernas ignoran sistemáticamente el coste ecológico de sus promesas: tanto comunistas como liberales ofrecen prosperidad a cambio de naturaleza” (Homo Deus, 2016).
Así, mientras el progreso se disfraza de redención, socava los cimientos biológicos de nuestra propia supervivencia. El dilema malthusiano no es solo ético o político: es termodinámico. Y exige una civilización que no solo sepa hacer y repartir el pastel, sino que aprenda a hornearlo sin incendiar la cocina planetaria.
Ciencia, imperios y capital: una historia de subordinación
Desde la Revolución Industrial, la ciencia ha sido mucho menos un campo autónomo en búsqueda libre del conocimiento, y mucho más un engranaje al servicio del poder. Inicialmente, sirvió a los grandes imperios europeos, que necesitaban cartografías precisas, armas eficaces, motores de vapor, barcos blindados y sistemas de comunicación para expandir y consolidar sus dominios coloniales. La Royal Society de Londres o la Academia de Ciencias de París, por ejemplo, no solo promovieron descubrimientos, sino que también legitimaron ideológicamente la empresa imperial.
Con la llegada del capitalismo industrial y financiero, la ciencia pasó a servir al capital. Las patentes, las farmacéuticas, la industria bélica y las grandes universidades técnicas se convirtieron en centros de producción tecnológica guiada por la mano invisible —y ciega— de la rentabilidad sin límites morales ni ecológicos, y por la utilidad militar y geoestratégica. Las guerras del siglo XX y del XXI aceleraron esta lógica: fue el Pentágono en el contexto de las guerras fría y calientes, no la academia, quien financió internet y la energía nuclear; fue la necesidad de vigilancia global la que dio origen a los satélites y a la inteligencia artificial.
La filósofa Hannah Arendt ya advertía que el progreso técnico sin brújula moral puede desembocar en formas de dominación totalitarias, al crear “instrumentos cuyo poder excede con creces el control político y ético de los hombres” (La condición humana, 1958).
Por su parte, Jürgen Habermas ha denunciado la colonización del mundo de la vida por los sistemas instrumentales, donde la ciencia pierde su función emancipadora y se convierte en brazo operativo del poder militar, económico y administrativo (Ciencia y técnica como ideología, 1968).
Más recientemente, Naomi Oreskes ha documentado cómo importantes sectores científicos han sido cooptados por intereses privados que financian investigaciones no para ampliar el conocimiento, sino para sembrar dudas sobre temas como el cambio climático, la salud pública o la contaminación ambiental (Merchants of Doubt, 2010).
Conversaciones* de los jinetes del apocalipsis en la catedral científica del desierto de Nuevo México
Con la misma gracia fantasmal de Remedios la Bella, el día de la fiesta de la Virgen del Carmen —16 de julio de 1945— a las 5:29:45 de la madrugada, en el incandescente Desierto de Jornada del Muerto, en el Estado de Nuevo México, Estados Unidos, la ominosa nube en forma de hongo, esbelta y radiactiva, impecablemente científica, ese horripilante Frankenstein de plutonio engendrado a partir de uranio enriquecido, el arma más letal de la historia de la humanidad, ascendía a ese cielo limpio, como recién hecho.
—Con la creación de la bomba atómica, los físicos conocimos el pecado, y ese es un conocimiento que no podemos olvidar.
Les espetó Oppenheimer, el jefe, un hombre convencido de que tenía las manos manchadas de sangre.
Estos creadores —cerebros posthumanos, un paso evolutivo más allá del Homo sapiens, en su mayoría judíos húngaros con acento de vampiros, expulsados de Europa por la onda explosiva del nazismo—, rebosantes de un optimismo irracional y exultante, lograron, con física y matemáticas cuánticas casi divinas, robar el fuego a las estrellas y entregárselo al Pentágono para destruir a sus semejantes. Prometeo fue duramente castigado por los dioses por haberles robado el fuego para dárselo a los hombres; en cambio, ellos, —los científicos del proyecto Manhattan— fueron premiados con Nobel, estatuas, prestigiosas cátedras, conmemoraciones y toda clase de agasajos y alabanzas.
—Lo que nos impulsó no fue la carrera frenética contra los nazis y luego contra los rusos y luego contra los chinos y así sucesivamente hasta el fin del mundo; fue la euforia de pensar lo impensable y de conquistar lo imposible superando todos los límites humanos al quemar el regalo de Prometeo hasta su máxima incandescencia—. Decían los sacerdotes adoradores del fuego bélico.
El calor era brillante, y la iluminación —montada sobre un trueno terrorífico— resplandecía en una paleta de dorados, púrpuras, violetas, grises y azules, “producto de la onda de choque” —así lo narró uno de ellos, Richard Feynman—, “que rebotaba a lo largo de la montaña y hacía eco una y otra vez, una y otra vez, como el tañido de una campana anunciando el fin del mundo”.
Varios de ellos soñaban con la bomba como un instrumento lógico del equilibrio global. La guerra total, el exterminio racional, y pensaban:
—Lo que estamos creando ahora es un monstruo cuya influencia va a cambiar la historia. ¡Si es que queda algo de historia! Pero es imposible no llevarlo a cabo. No solo por razones militares: también sería una falta de ética, desde el punto de vista científico, no hacer lo que sabemos que factible, sin importar cuán terribles sean las consecuencias.
Fue en ese instante veloz que Robert Oppenheimer —director científico del programa nuclear del Pentágono— cegado por esa luz ciega, como la mano del mercado, recordó aquel verso de las escrituras hindúes, de la Bhagavad Gita:
— “Vishnu está tratando de persuadir al príncipe para que se cumpla su deber. Para impresionarlo, adopta múltiples brazos y le dice: Ahora me he convertido en la Muerte, la Destructora de Mundos.
Los colores del cielo eran tan intensos, súbitos e inasibles, que ni el cerebro de los hombres más inteligentes del mundo lograba precisarlos. No podían ser definidos por los algoritmos ni por la complejidad de las ecuaciones que ellos resolvían con calculadoras de tarjetas perforadas, calculando la energía que liberaría la fisión del núcleo en los ocho kilos de plutonio.
—Es aterrador pensar en cómo funciona la ciencia: la invención más creativa de la humanidad surgió exactamente al mismo tiempo que la más destructiva” —. Así conversaban esos físicos y matemáticos celestiales en el laboratorio nuclear de Los Álamos —Un instrumento del mal, un arma que se aleja tanto de lo razonable, que parece que estamos descendiendo voluntariamente a las zonas más oscuras del infierno
Ellos no veían en el corazón cuántico del átomo el misterio de la vida, sino la posibilidad del dominio total.
Sabían. Y callaron…
Sabían que estaban creando una criatura monstruosa, capaz de calcinar ciudades en segundos, de reducir a polvo y sombra la carne de niños. Así lo confesó uno de ellos en el campo de pruebas en Alamogordo apenas se disipó el relámpago y el trueno, mientras la nube nuclear fungosa seguía su camino, impertérrita, como Remedios la Bella, hacia la estratosfera.
—Un pequeño y sucio secreto que casi todos compartíamos —pero que prácticamente nadie se atrevió a confesar en voz alta—, fue lo que nos atrajo de forma irremediable, lo que nos convenció de fabricar esas armas. No fue el deseo de poder, o el ansia de fama, dinero o gloria, sino el goce indescriptible de llevar a cabo esa ciencia, una emoción que bordeaba el éxtasis—
Ese “éxito” de la ciencia —ese instante fugaz, recibido y despedido entre vítores, aplausos, bailes y sombreros al aire, mientras algunos rezaban—, veintipocos días después, Little Boy y Fat Man iluminarían a dos mil pies de altura, con la misma incandescencia, los techos de las pintorescas casas de madera de Hiroshima y Nagasaki, matando a más de doscientos mil civiles, inocentes y pueblerinos. De esta forma, tratando de justificar su conciencia, lo manifestó uno de los conversadores de la catedral del desierto:
—Es difícil de explicar, pero esas criaturas horripilantes, esas creaciones que exceden lo humano, parecen tener voluntad propia, como si respondieran a una potestad mayor que la nuestra, una extraña forma de fatalidad tan misteriosa y ajena a nuestro control que trato de no pensar mucho en eso porque acabo temblando.
Ivy Mike, la bomba de Hidrógeno: cuando se perdió la brújula moral de la civilización
— Nos hemos estancado en todas las artes salvo en una —tékne—, en la que nuestra sabiduría se ha vuelto tan profunda y peligrosa que, incluso los titanes temblarían ante ella… Nuestra civilización ha progresado hasta un punto tal que los asuntos de la especie ya no pueden confiarse de manera segura en nuestras manos. Sentenció uno de ellos en el sopor del desierto nuevomexicano
Tomás K. Finletter, secretario de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos, lo que estaba pidiendo a gritos era la bomba de hidrogeno. Los científicos de Frankenstein —no todos—, habían empujado los límites del poder termonuclear hasta el delirio: no les bastaba con destruir ciudades, ahora debían vaporizar continentes. Para ellos, la paz no se alcanzaba desarmando al mundo, sino armándolo hasta los dientes. Su ética era la del equilibrio del terror, el viejo sueño hobbesiano llevado al extremo atómico: si todos temen, nadie dispara.
Little Boy y Fat Man —las bombas que derritieron a Hiroshima y Nagasaki— eran un juego de niños de veintiún mil toneladas de TNT —una por cada gen del genoma de nuestra especie sapiens—, frente a Ivy Mike, con una potencia superior a 10 millones de toneladas de TNT. “Un monstruo verdadero, el primer prototipo del arma más letal creada por la humanidad, explotó con una fuerza quinientas veces mayor a las de las bombas que masacramos a doscientas cincuenta mil personas en Japón…Al expandirse la bola de fuego alcanzó una temperatura que superó los ciento sesenta y seis millones de grados Celsius, más caliente que el núcleo del Sol”.
Epílogo: ciencia sin conciencia
Algún día, cuando el polvo del miedo se asiente y la memoria recupere su dignidad, quizá comprendamos que no todo lo que puede hacerse debe hacerse, y que el conocimiento sin conciencia es tan peligroso como la ignorancia armada. Los verdaderos científicos no solo deben preguntarse si pueden, sino también, y sobre todo, si deben.
* Las conversaciones de los científicos del proyecto Manhattan, en negrilla cursiva y precedidas de guion largo son tomadas y levemente modificadas de la obra de ficción MANIAC 2023 de Benjamin Labatut,
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