A las 5:30 de la tarde del 3 de septiembre de 2020, mientras me alistaba para cerrar una jornada de trabajo en una ciudad ubicada a 16 horas de camino de mi casa, decidí darme un baño refrescante para vestirme para una cena. Fue la puerta de entrada a una de las más exigentes experiencias de medio siglo de vida.
Por Javier Giraldo Acosta
Cerré la llave de la ducha y casi en el mismo instante se apagó la luz del baño. Fue un corte de la energía que me obligó a ubicar la toalla a ciegas y a salir pronto del sitio. Dos pasos largos me pusieron en la puerta que con un escalón me dejaban en la sencilla habitación de hotel que había ocupado desde el día anterior.
Y cuando di el paso para bajar ese escalón empezaron a contar los milisegundos más largos de mi vida luego de sentir cómo mi pie derecho resbaló y quedé en el aire, peor que Ícaro, sin tener de dónde sostenerme. Alcancé a pensar en una compañera de trabajo que había caído en el baño y sufrió una lesión en el coxis; me vi, como ella, sentándome en aros de espuma para aliviar la lesión; pensé en proteger la cabeza de un golpe definitivo y no sé a qué hora cerré los ojos… sentí un impacto seco y cuando abrí los ojos estaba boca abajo, no sentía algo especial, pero vi mi brazo derecho extendido hacia arriba. En una rápida evaluación de dolores no sentí mando sobre el brazo y cuando traté de recogerlo para levantarme no obedeció.
Como pude, con el brazo izquierdo me apoyé para incorporarme y el brazo derecho hizo caso. No a mí, a la fuerza gravedad: cayó como si fuera de trapo y entonces vi una hinchazón, como si tuviera un brazalete bajo la piel.
Desnudo, desconcertado, me incorporé y busqué vestirme como pude con una sola mano para pedir ayuda.
¿Será una dislocación? ¿Pero por qué la protuberancia en la mitad del brazo? ¿Será una fractura? ¿Por qué no siento dolor? Fueron algunas preguntas que me agobiaban el momento. A los pocos minutos golpearon en mi puerta los compañeros de trabajo con quienes debía salir. Les abrí, les mostré y su cara de angustia fue indicio de la gravedad de la situación.
Un kilómetro nos separaba de un hospital y recorrerlo a alta velocidad me enseñó unas dimensiones de dolor a las que no había llegado. Entrar al servicio de urgencias en medio de confinamiento por pandemia sin pasar por mayores filtros me ratificó que en realidad el caso era especial, hasta que frente a la médica que me atendió en triage estuvo el diagnóstico: fractura del húmero. Y una radiografía, lo confirmó: fractura oblicua completa no desplazada de la diáfisis media del húmero.
Entonces pensé en tener un yeso por primera vez en mi vida e imaginé que en un par de horas estaría de nuevo en el hotel evaluando cómo haría mis tareas del viaje de trabajo. Pero ese pensamiento se desvaneció cuando llegó una enfermera a canalizar mi mano izquierda para ponerme suero. Pregunté por qué y la respuesta fue un baldado de agua: “queda hospitalizado, vamos a programar la cirugía que le pondrá un clavo o una placa para que el hueso pueda soldar”.
Por dificultades en la programación de quirófano y la distancia que me separaba de casa, fue más práctico salir de ese hospital, regresar a mi ciudad natal y volverme a hospitalizar. Cuatro días después de la caída me operaron y salí tras dos horas de observación. Al volver a mi casa, rendido por haber permanecido tanto tiempo apoyado en el costado izquierdo, porque no soportaba otra posición, vi el primer efecto de la cirugía. Pasó el dolor que sentía con los movimientos inesperados y pude recostarme boca arriba.
Estar en la cama propia empezó a dar alivio. Pero me desanimó ver cómo la mano cedió a la gravedad cuando intenté tenerla extendida hacia arriba. Por dos semanas tuve inmovilizado el brazo, debía bañarme con un plástico que protegía de la humedad el apósito que cubrió la herida quirúrgica que iba desde el hombro hasta el codo y no podía mover el brazo y menos hacer fuerza.
Consideré a quienes sufren lesiones en los pies y deben atravesar una situación similar, pero dependiendo de quienes los acompañen. No pueden correr al baño, no pueden cambiar de posición, no pueden salir, no pueden… Por eso agradecí lo que yo sí podía hacer y esforcé mi brazo izquierdo para superar la torpeza que alimentaron 50 años de tenerlo en segundo plano.
El izquierdo fue responsable de labores sencillas como tender la cama, colgar ropa, bañarme, vestirme, levantar una taza o un vaso para tomar algo, comer, digitar, escribir, subirme a un carro, todo solo tenía un apoyo, ese brazo izquierdo.
Llegó el día del primer control y tras la orden médica de retirar los 21 grandes puntos que sellaron la herida, el médico me mandó a mover el brazo y a asistir a terapias.
Nunca había estado como paciente en fisioterapia, y los testimonios de familiares me previnieron de dolores y de cierta crueldad de las terapeutas que obligaba a volver a mover los miembros comprometidos.
El ejercicio básico: levantar el derecho a través de polea fue otra responsabilidad del brazo izquierdo. Tras los primeros dos meses de terapias físicas y ocupacionales, tras sufrir por no poder levantar una libra de peso con la muñeca, por no poder apretar bolas de goma muy suave, por tratar de sostener frente a mí una bola de un kilo, empecé a ver resultados, pero también me empezó a doler el hombro.
Reporté el dolor y empecé a ver nuevas limitaciones en los movimientos. No pude volver a llevar el brazo hacia la espalda y dolía al levantarlo. Una resonancia reportó la causa: se rompió el tendón del supraespinoso, una de las uniones clave del hombro con el húmero. No fue claro el motivo. Quizá se golpeó en la caída, y la actividad física de las terapias lo llevaron al colapso. Total: debían operar, de nuevo, para reparar el daño del tendón. Pero antes debía seguir en sesiones de terapia que permitieran que el brazo recuperara el movimiento que había perdido. Estábamos ante un caso que llaman hombro encapsulado.
Y el hombro no cedió con facilidad. Cuatro meses después de estar en terapia, el ortopedista ordenó la nueva cirugía. Y empezó todo de nuevo: dos semanas de quietud, y al completar ese tiempo, a terapias.
Pasaron otros cuatro meses de ejercicios para recuperar la fuerza del brazo. Once meses y medio después de la caída, escribo esta nota digitando con mis dos manos, usando todos los dedos, como le he hecho siempre. Mantengo una sensación en el hombro, como un peso adicional. Tengo aún mucha prevención por esfuerzos repentinos que le exijan al brazo. Evito multitudes por pensar que pueden empujarme. Y aunque mantengo en la mente la indicación del médico de mover el brazo con normalidad y vincularlo a todas las actividades, unos cuantos movimientos involuntarios en el hombro y en el codo, una esporádica hinchazón en la mano y resequedades en la mano y en el brazo, más la falta de fuerza, me recuerdan a diario que los músculos, el nervio radial, y sobre todo el húmero y el tendón del supraespinoso estuvieron por un tiempo fuera de su sitio, sin cumplir con sus tareas.
Una fractura no es solo una rotura específica. Para mí ha sido tomar conciencia de cómo el cuerpo funciona en su totalidad como un sistema que se complementa entre sí, y no solo en lo físico, sino en lo emocional, porque no es fácil ver la disminución en los movimientos y en las capacidades. Y qué decir de las limitaciones para trabajar, y de las consecuencias económicas.
Hace poco supe que el familiar de un amigo pasó por una situación muy similar, solo que su cabeza cayó contra el borde del escalón y murió de inmediato, pero también le encontraron fracturado el húmero.
Por eso, como sigo vivo, estoy tratando de recuperar todo: el movimiento, la fuerza, el ánimo, el trabajo, la economía, todo lo que se desplomó en ese resbalón.
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