Actualmente los médicos enfrentan una doble amenaza en la lucha contra la pandemia. Por un lado, tienen que poner el pecho para contener el virus y, por otro, recibir la violencia por parte de quienes los consideran un foco de contagio.
Por Dr. Roberto Baquero Haeberlin – Presidente Colegio Médico Colombiano
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No ha importado que la capacidad del sistema de salud se esté viendo superada por el creciente número de pacientes con COVID-19 para que los médicos y demás profesionales de la salud sigan siendo víctimas de discriminación y diversas formas de maltrato.
No ha servido que Gobiernos y pueblos enteros a lo largo del Globo los llamen héroes para frenar la intimidaciones, amenazas y ataques irracionales hacia quienes están dando la batalla día a día contra un microorganismo que puso de rodillas al mundo entero.
A la insuficiencia de Unidades de Cuidado Intensivo, falta de respiradores, ausencia de tratamientos efectivos, escasez de insumos fundamentales para la atención de los pacientes y de bioprotección para el personal sanitario, ahora se suma el estigma que tienen que soportar por portar un uniforme o simplemente cumplir con el deber de trabajar para salvar vidas.
En otras palabras, actualmente los médicos enfrentan una doble amenaza en la lucha contra la pandemia. Por un lado, tienen que poner el pecho para contener el virus y, por otro, recibir la violencia por parte de quienes los consideran un foco de contagio.
Resulta tan alarmante la situación que hasta las Naciones Unidas han exigido a las autoridades y a los Gobiernos de los países de Centro y Sur América, especialmente, donde se han reportado estos incidentes tomar las medidas correspondientes para proteger a los profesionales de la salud.
En muchas partes la policía ha tendido que brindarles protección y se les ha recomendado a los trabajadores vestir de civiles al salir de los centros hospitalarios.
En Colombia, el impacto de esta situación en estos profesionales ha agudizado el estrés emocional, el agotamiento y la frustración que ya traían de años atrás por la falta de condiciones laborales dignas y justas.
Si bien este fenómeno de discriminación se ha presentado en varias regiones, las causas estructurales se asientan en el contexto social. Estos incidentes irracionales, que por el momento son la excepción, no dejan de ser manifestación de una forma de pensar en la que predomina lo personal sobre lo social.
Es como si ciertos sectores de la sociedad hubieran dictado sentencia acerca de quienes son inocentes o culpables en la transmisión de la pandemia, y ya estuvieran decididos a hacer justicia por cuenta propia.
Entonces, el Coronavirus no solo ha evidenciado la vulnerabilidad del ser humano y la incapacidad de la ciencia para derrotarlo, sino que está sacando a relucir las reacciones más primitivas, el cerebro reptiliano de los pobladores de la Tierra en la época donde se han alcanzado los mayores avances, y poniendo en juego las dimensiones de lo social y de lo que resulta ético.
Todo esto adquiere un tono más grave no solo porque expone a los encargados de cuidar la vida de los demás a ser víctimas de agresiones, sino porque desconoce los derechos fundamentales de cualquier persona y termina por afectar la calidad de la prestación de servicios de salud de toda la población.
Ante las cifras desbordadas de contagios, en la cual cerca del tres por ciento de los infectados corresponde a profesionales de la salud, es hora de dejar la exacerbación de lo que nos diferencia, de borrar las líneas divisorias entre yo y los demás y de aflojar la mano para dejar de señalar con el dedo a los presuntos responsables de una u otra situación.
Hay que entender de una vez por todas que el COVID-19 es un agente infeccioso del que se conoce muy poco, que tiene una conducta impredecible, que aún no se tiene total certeza de los mecanismos fisiopatogénicos por los que ataca con más severidad a unos y no a otros, que las pruebas utilizadas para el diagnóstico tienen una efectividad relativa, que el microorganismo no se ha comportado de la misma manera en todas las regiones del mundo, que no existe una conducta terapéutica validada y que en esta batalla no existen reglas claras.
Lo único cierto es que son los médicos y los profesionales de la salud quienes más están sacrificando su vida y la de sus familiares en la pandemia por proteger la de los demás. Sin el recurso humano en salud no se podría lograr nada.
Debemos sentirnos alentados y esperanzados por los médicos, enfermeras y todo el personal sanitario que todavía se presenta a trabajar, con tapabocas, guantes y los pocos instrumentos de protección que tienen, pero listos en primera línea, dándolo todo por el bien común.
Lo mejor es atenuar la emoción y comprender que en estas circunstancias es más lo que nos une que lo que nos separa. Porque en esta cruzada no vamos a salir bien librados si no cumplimos con las mínimas premisas sociales de respetar, proteger y valorar la vida de TODOS, sin distinción.
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