Un nuevo estudio, publicado el 30 de mayo de 2025 en el Journal of Occupational and Enviromental Medicine (versión ahead of print), documenta con rigor inédito la persistencia de la exposición ambiental al asabesto en comunidades de bajos ingresos de Cartagena, Colombia.
Por Guillermo Villamizar
Aunque la Ley 1968 de 2019 prohibió de forma total el uso de este mineral, los hallazgos son claros: los residuos de asbesto siguen presentes en techos, calles y rutinas diarias, creando un riesgo continuo para la salud pública y una brecha inaceptable entre la prohibición legal y la vida cotidiana de miles de familias.
La investigación encuestó a 305 residentes de 30 barrios priorizados por su alta concentración de materiales con asbestos e incluyó el análisis de más de 400 muestras muestras ambientales entre polvo, agua y cubiertas de viviendas. Los resultados son contundentes y hablan por sí solos: el 87.5% de las viviendas tenía techos de asbesto-cemento: el 90% del polvo superficial y el 85% del agua lluvia recolectada contenían fibras de asbesto; y casi la mitad de los residentes limpia sus techos, muchas veces sin protección.
Más allá de las cifras, lo que distingue al estudio de su decisión de mirar de frente las prácticas sociales que perpetúan la exposición: reutilizar tejas, recolectar agua lluvia o disponer escombros en la vía pública, acciones que en un contexto de pobreza, informalidad habitacional y ausencia de políticas públicas efectivas se convierten en fuentes permanentes de riesgo.
El término “asbesto” tiene decenas de definiciones, pero la mayoría coinciden en que es un concepto comercial, no geológico, utilizado para agrupar materiales fibrosos extraídos de la tierra y clasificados por sus cualidades físicas. Bajo ese paguas se reconocen seis minerales fibrosos:
- Crisolito,
- Amosita,
- Crocidolita,
- Antofilita,
- Tremolita,
- Actinolita.
Durante décadas, su bajo costo y alta durabilidad lo hicieron omnipresente en techos, tanques de agua, tuberías y otros elementos de construcción en Colombia, sobre todo en comunidades de bajos ingresos para las cuales representaba la solución más asequible.
aunque hoy está prohibido, sigue presente y “activo” en labores cotidianas de reparación, con mayor incidencia en sectores populares pero sin limitarse exclusivamente a ellos, de modo que su legado de riesgo se extiende en el tiempo y en el territorio.
En Cartagena, ciudad marcada por profundas desigualdades sociales, ese legado se traduce en barrios enteros cubiertos por tejas de asbesto-cemento, muchas instaladas hace más de 30 años y otras más recientes, colocadas incluso después de que se conocieran con claridad sus riesgos. La peligrosidad del asbesto no depende solo de grandes fábricas o minas; el desgaste natural de las cubiertas, su manipulación durante mantenimientos y la mala disposición de residuos liberan fibras microscópicas que, una vez inhaladas, pueden causar enfermedades graves como asbestosis, cáncer de pulmón y mesotelioma, décadas después de la exposición inicial.
Lo que el estudio recuerda, con una claridad incómoda, es que el problema no está lejos ni en el pasado: está en los techos, los patios, los canales de desagüe y las rutinas domésticas.
Para identificar las zonas de mayor riesgo, el equipo empleó imágenes hiperespectrales y análisis geoespacial, mapeando aproximadamente 9 Km2 de techos con asbesto y detectando comunidades con una cobertura de hasta el 47% de sus viviendas.
De ese universo se seleccionaron 30 barrios, la gran mayoría en estratos socio-económicos 1 y 2.
Los criterios de inclusión exigían que los participantes tuvieran más de 35 años y hubieran vivido al menos 10 años bajo un techo de asbesto-cemento, pues la exposición crónica y la latencia de las enfermedades asociadas exigen una mirada de largo aliento.
Las encuestas exploraron no solo el conocimiento sobre el material, sino también las prácticas de manejo y la percepción del riesgo. En paralelo, se tomaron 426 muestras ambientales: tejas, polvo superficial en exteriores y agua )tanto de grifo como de lluvia recolectada en techos con asbesto), una batería de pruebas que combina evidencia de superficies con indicios de contaminación hídrica.
Los datos confirman que las prácticas de mantenimiento aumentan la exposición. Más del 52% de los residentes limpia sus techos al menos una vez al año, y alguno lo hace tres o más veces al año, a menudo barriendo o lavando sin protección respiratoria. Más de la mitad ha visto tejas o tanques abandonados en las calles, y un 41% vive cerca de botaderos informales de escombros, donde los residuos con asbesto se mezclan con otros desechos de construcción sin control ni trazabilidad.
El muestreo ambiental refuerza la alarma: el 90% del polvo superficial contenía fibras de asbesto, con concentraciones que en algunos casos superaron los 34 millones por cm2; el 85% del agua lluvia recolectada estaba contaminada; y el 11% del agua de grifo contenía fibras, probablemente por tuberías de asbesto-cemento o por trayectos de distribución con infraestructura antigua que no ha sido completamente sustituida. Nada de esto es anecdótico; estamos ante un patrón consistente, extendido, que una la precariedad urbana con la persistencia material del asbesto instalado.
La exposición, por tanto, no es un accidente ni un episodio aislado; es un fenómeno crónico e intergeneracional. Prácticas como almacenar tejas usadas en patios, usar escombros en rellenos o reciclar piezas para nuevas construcciones mantienen vivas las rutas de exposición, incluso en familias que conocen, al menos en términos generales, el riesgo.
La pobreza estructural agrava esta situación. Las personas que desean reemplazar un techo de asbesto suelen carecer de recursos para hacerlo, y a la vez no encuentras programas de retiro seguro que les permitan una transición digna y asequible. La ausencia de alternativas realistas condena a las comunidades a seguir optando por soluciones de corto plazo que profundizan el problema.
Este estudio insiste, con razón, en que la medición técnica de la exposición debe ir acompañada de un análisis social. al hablar de prácticas sociales se alude a relaciones rutinarias entre personas y objetos: cuando materiales con asbesto ingresan al universo social, quienes interactúan con ellos lo hacen guiados por perspectivas y parámetros aprendidos, evaluando utilidad, conveniencia y efectos sobre sí mismos y la comunidad.
Tal como señala Andreas Reckwitz, cada práctica social está vinculada a formas de conocimientos específicas. Si el entorno sanciona como “normales” ciertas conductas -reutilizar tejas viejas, lavar cubiertas en épocas secas, botar restos de construcción en lotes baldíos-, esas prácticas se perpetúan en el tiempo, incluso si la información técnica advierte sobre los riesgos.
Esto ayuda a explicar un hallazgo llamativo: aunque el 55% de los encuestados reconocía el término “asbesto”, muchos no podían identificar visualmente el material en su propia vivienda. La alfabetización material – saber ver lo que está frente a los ojos- es un requisito previo para cualquier prevención efectiva.
La percepción del riesgo, además, es un fenómenos cultural; cuando un peligro se integra en la rutina y no hay alternativas asequibles, la respuesta tiende a oscilar entre la normalización (“siempre ha estado ahí”) y la resignación (“no hay de otra”). Por eso, confiar únicamente en campañas educativas es insuficiente. Sin opciones concretas y acompañamiento real, la información no alcanza a transformar hábitos anclados en necesidades diarias.
De ahí que la recomendación central del estudio vaya más allá de la educación aislada y apunte a una estrategia integral que articule al Estado, a los entes territoriales, al sistema de salud y a las comunidades. Se requieren programas públicos de remoción y sustitución segura de techos y tanques de asbesto, con criterios de priorización transparentes y reglas técnicas claras; se necesita capacitación comunitaria para identificar y manejar adecuadamente estos materiales en tanto se ejecuta la sustitución; es urgente la creación y fortalecimiento de infraestructura para la disposición final segura, evitando que residuos con asbesto terminen en calles o botaderos informales; y es indispensable reconocer el asbesto instalado como un indicador de desigualdad ambiental, integrándolo en diagnósticos de calidad de vida y en la planificación urbana, con presupuesto y seguimiento.
No se trata, por tanto, de responsabilizar a individuos que actúan bajo condiciones de necesidad, sino de comprender que la exposición es el resultado de decisiones públicas acumuladas, de un vacío de política que, al prolongarse, desplaza la carga de gestionar el riesgo a quienes menos recursos tienen.
En Cartagena, la concentración de techos con asbesto se superpone con zonas de mayor pobreza, menor escolaridad y menor accesos a servicios básicos. Ese mapa de inequidades históricas: no es solo un problema ambiental, sino un asunto de justicia social y de salud pública que interpela la responsabilidad estatal y exige una respuesta a la altura del daño ya constatado.
La ley 1968 de 1029 prohibió todo uso de asbesto en Colombia y ordenó el diseño de políticas para el manejo seguro del material instalado. Han pasado seis años y las comunidades sigues esperando un plan claro de acción con metas, cronograma y financiación. Sin esa política pública -que no puede ser únicamente una declaratoria- la prohibición queda incompleta y la evidencia científica se convierte en un recordatorio frustrante. “Mientras el Estado no asuma su liderazgo decidido, la carga de gestionar el riesgo seguirá recayendo injustamente sobre quienes menos tienen recursos para hacerlo”, señalé en su momento, a propósito de la urgencia de cerrar la brecha entre la norma y la realidad.
Es un mensaje que vale la pena reiterar: la prohibición fue un paso histórico, pero su sentido más profundo depende de lo que hagamos con el legado del asbesto instalado.
Desde el punto de vista metodológico, el estudio también ofrece una lección sobre cómo medir y comunicar la exposición en contextos residenciales. En la investigación sobre peligros del asbesto, la trazabilidad de la exposición ha sido clave, y los estudios epidemiológicos han puesto el énfasis -con razón- en mediciones de aires y en historiales clínicos.
Sin embargo, en los entorno domésticos la exposición es irregular y depende de actividades que ocurren de manera errática, lo que dificulta establecer correlaciones simples entre mediciones puntuales y riesgo a largo plazo. Incluso cuando contamos con indicadores medibles -concentraciones de fibras por volumen en aire y agua o por área en superficies- surgen enormes dificultades interpretativas.
Un ejemplo revelador es la divergencia entre las altísimas concentraciones de fibras que se observan en muestras aspiradas de superficies y los niveles bajos registrados en algunas muestras de aire. Esa disonancia cuestiona la idoneidad de tomar solo las mediciones de aire como referencia para evaluar la exposición ambiental y residencial, pues capturan lapsos de tiempo específicos que no siempre reflejan lo que ocurre en la rutina doméstica, marcada por eventos intermitentes (lluvias, limpiezas, roturas), que disparan emisiones en picos de corta duración.
Esto no invalida los protocolos de medición existentes, pero sí invita a complementarlos con enfoques más flexibles, capaces de integrar la evidencia ambiental en superficies, el comportamiento de las redes de agua, la dinámica de mantenimiento de las cubiertas y, sobre todo, las prácticas sociales que dan forma a la exposición.
Una política pública que asuma este reto debería combinar la ustitución progresiva de infraestructura con capañas de reconocimiento material, asistencia técnica local y sistemas de recolección y disposición que impidan que las tejas viejas “circulen” por el barrio como insumo reutilizables. El objetivo no es criminalizar la economía popular, sino evitar que la necesidad se convierta en un vector de riesgo permanente.
Si algo demuestra este trabajo es que el análisis puramente técnico se queda corto sin una conversación franca con la experiencia de las comunidades. La evidencia recogida -encuestas, mapeo hiesperespectral, análisis de polvo y agua, observación de prácticas- traza una imagen coherente de exposición cotidiana que no cabe en el modelo de los escenarios industriales clásicos. en la medida en que esas prácticas responden a condiciones materiales concretas, la respuesta no puede ser únicamente admonitiva.
Necesitamos un modelo de intervención que reduzca el riesgo hoy, acompañe a las familias en la transición de sus viviendas, que incorpore incentivos y que ofrezca alternativas reales para el manejo de residuos. Ese modelo, además debe reconocer la asimetría de información y de poder que existe entre quienes producen, comercializan o regulan los materiales y quienes conviven con sus efectos durante décadas.
Este estudio no solo aporta datos sólidos sobre la magnitud de la exposición no ocupacional al asbesto en Cartagena, sino que también ilumina la dimensión social del problema: la exposición cotidiana, silenciosa, que ocurre en patios, techos y calles de barrios que han aprendido a convivir con un riesgo invisible. Enfrentar este legado exige más que prohibiciones: demandas políticas activas, recursos sostenidos y una visión que ponga en el centro la salud y la dignidad de las comunidades más vulnerables.
De eso se trata, al final, la promesa de la prohibición: no de un punto final administrativo, sino del comienzo de una reparación pública que haga compatibles la justicia ambiental y el derecho a una vivienda segura.
Para consultar el artículo: https://journals.lww.com/joem/abstract/9900/asbestos_exposure_in_low_middle_income_communities.898.aspx
Fuente: Órgano de información del Colegio Médico Colombiano. Epicrisis. Ed. N° 37 (Septiembre-Noviembre 2025). ISSN: 2539-505X (En línea). #SaludDignaYa
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