Biofobia: el error letal de la izquierda y la derecha
Ensayo-Debate
La vida es un conjunto de átomos empaquetados en un microcosmos de materia, energía, tiempo y espacio, en forma de individuos biológicos autónomos —únicos, fugaces e irrepetibles—, como virus, hongos, bacterias, plantas, cucarachas y micos. O como usted y como yo.
Por Stevenson Marulanda Plata

Una profecía es una visión o revelación que una persona expresa inspirada por una fuerza superior —como un dios, un espíritu o el destino— acerca de hechos que, supuestamente, ocurrirán inevitablemente en el futuro. Quien la pronuncia lo hace con tono sentencioso, anunciando públicamente su contenido en forma de predicción.
La raíz rousseauniana de la profecía marxista
Marx —sin el respaldo de ninguna ciencia natural o social, como la historia, la geografía, la antropología, la biología, la genética, la genómica, la arqueología, la neurociencia o la psicología evolutiva, —, influido por la sentencia rousseauniana, también sin ningún fundamento científico: “La bondad humana, fundamentada en la piedad, es innata”, imaginó que el ser humano, en los albores de su existencia, habitaba un paraíso terrenal libre de codicia, envidia, ambición y egoísmo, bajo el amparo de una economía comunal sin clases y sin el pecado original de la propiedad privada, en perfecta paz angelizada y armonía celestial con sus semejantes.
Rousseau argumentaba que la sociedad, la civilización y sus instituciones corrompen la innata bondad humana cuando afirmaba: “todos los progresos de la especie humana“, debido a su poder corruptor, “le alejan sin cesar del estado primitivo”. Según él, “hubiéramos evitado todos esos males de la modernidad conservando la manera de vivir simple, uniforme y solitaria que nos fue prescrita por la naturaleza“.
Este pensamiento del filósofo franco-suizo fue reinterpretada por Marx como la base para culpar al orden económico establecido y a la propiedad privada como las causas de la desigualdad y de la existencia de clases y de sus luchas.
De este modo, Rousseau fue el fundamento filosófico moral sobre el cual Marx edificó su visión de la historia, convirtiéndose en la plataforma ideológica —el “Cabo Cañaveral filosófico”— desde donde Marx lanzó su poderoso cohete: el Saturno V del comunismo que llevó hasta los últimos rincones del mundo su gran profecía: abolir el orden económico y estatal establecido y suprimir la propiedad privada mediante una revolución socialista que entregue el poder político y económico al proletariado, para que la humanidad retorne a su estado natural: el paraíso terrenal del comunismo primitivo del buen salvaje prehistórico, inmune a las pasiones bajas de la codicia, la avaricia, la ambición y el egoísmo. Así, mediante un Estado gobernado por los obreros desaparecerían la desigualdad, las clases sociales y sus luchas.
La fábula del comunismo primitivo

La profecía marxista ignora o —desprecia— la verdadera naturaleza de la condición humana. La imagen del “buen salvaje” que Rousseau idealizó y que el filósofo de barbas níveas, un judío de Tréveris, del antiguo Reino de Prusia, heredó y convirtió en punto de partida para su visión del comunismo primitivo, no resiste el peso de las evidencias arqueológicas ni antropológicas. Lejos de constituir sociedades utópicas fundadas en la cooperación, la armonía, el altruismo, la empatía y la igualdad perfecta, los grupos humanos prehistóricos de cazadores recolectores, — como pandillas de chimpancés territoriales— protagonizaron reyertas, dominaciones y violencias que desmienten cualquier pretensión de inocencia original.
El ser humano no es una mansa paloma
La fábula del comunismo primitivo no es historia científica: es mitología revestida de profecía.
“El hombre es un lobo para el hombre”, sentenció Hobbes (1588/1679), precisando una visión mucho más fiel a la realidad existencial evolutiva y biológica del Homo sapiens. Steven Pinker (2011) lo confirma con datos: “la violencia fue una constante en las sociedades preestatales, con tasas de homicidio muy superiores a las del mundo moderno” (p. 49). Keeley (1996), en su estudio sobre la arqueología de la guerra, desmonta el mito del pacifismo ancestral al mostrar que la mayoría de las sociedades prehistóricas conocieron el conflicto armado. Wrangham y Peterson (1996) van más allá, al documentar paralelos entre la violencia territorial en chimpancés y la conducta guerrera humana. Y Boehm (1999), aunque destaca tendencias igualitarias en sociedades de cazadores-recolectores, reconoce la existencia de mecanismos de represión social, dominancia y castigo violento. Harari (2014), desde Sapiens, añade con crudeza: “no hay pruebas de que los cazadores-recolectores vivieran en un paraíso igualitario; al contrario, practicaban el canibalismo, la guerra y la opresión” (p. 108).
No existe una Paraíso Perdido al que la humanidad deba regresar: el hombre nunca fue completamente bueno ni completamente igualitario, sino un animal social ambivalente —con pasiones, instintos, emociones y sentimientos de lobo y de cordero—, capaz tanto de la compasión como de la crueldad: mitad bueno-mitad malo
Del cavernícola al cibernauta: el mismo cerebro

Desde la neurociencia y la antropología genética sabemos que el cerebro y la mente del Homo sapiens de hace 50.000 años eran, en lo esencial, iguales a los nuestros. Con un volumen cerebral promedio de 1350 cm³ y una arquitectura prácticamente idéntica, estos primeros humanos poseían ya las capacidades cognitivas fundamentales: lenguaje, memoria, razonamiento abstracto, sentidos y empatía social (Skoglund & Mathieson, 2018). No eran criaturas primitivas en lo mental, sino sapiens plenos. Aunque algunos estudios sugieren que presiones epigenéticas recientes pudieron haber modelado ligeramente ciertas regiones cerebrales, lo cierto es que la maquinaria básica cognitiva de la mente humana ha permanecido notablemente constante, incluso en medio de transformaciones culturales y tecnológicas vertiginosas (Hawks et al., 2007).
El alma humana no es una chatarra

Homo economicus. Para Marx, la economía no solo explica al ser humano: lo determina. “Si entendemos cómo funciona la economía, entendemos al hombre”. Esta frase, atribuida a él, condensa con letal elegancia su convicción de que la estructura económica es la fuerza motriz de la historia.
Según la doctrina materialista de Marx, la civilización humana es como un edifico de dos pisos, donde el primer piso es la economía, que él llama estructura; y el segundo viene a ser la cultura, que denomina superestructura. De esta forma, considera el filósofo prusiano que la economía es la base sólida sobre la que se levanta todo el espectro cultural de la civilización: templos, religiones, ideas, creencias y artes, Así, las pasiones, deseos, placeres, instintos, emociones y sentimientos del alma humana son invisibles en la historia de la humanidad, dejando su espíritu reducido a chatarra, a engranajes de producción y a humo de chimenea.
Marx no tuvo en cuenta que antes de que existiera el comercio, la mercancía, el dinero, la economía, el salario o la plusvalía, existía el ser humano con sus pasiones, deseos, placeres, instintos, emociones y sentimientos. Que primero fue el agua, luego el pez. Que la biología precede a la historia y la mente al capital. Por eso, el quid de este asunto, no es entender cómo funciona la economía, sino cómo funciona el organismo que la creó: el Homo sapiens. Si comprendemos la naturaleza humana —sus emociones, instintos, deseos, miedos, pasiones y pulsiones— entonces podemos entender no solo su comportamiento económico, sino todo el espectro del comportamiento humano: creatividad, lenguaje, violencia, sexualidad, espiritualidad, riqueza, pobreza, corrupción, etc.
La canción atravesada de Marx: la economía reemplaza a la biología
En su afán por fundar una ciencia de la historia, Marx terminó reduciendo la complejidad de lo humano a una única y rígida variable estructural y mecanicista, y olvidó que tras cada sistema de producción hay cuerpos, cerebros, mentes y conciencias moldeadas por millones de años de selección natural. Su teoría, por bella que suene a los oídos utópicos, es una melodía construida sobre un ritmo equivocado.
Visto con lentes musicales —diferentes a los lentes marxistas— la vida humana es una canción en la que la biología lleva el ritmo y la cultura entona la melodía. Es una danza donde la genética marca el compás profundo y la historia —en forma de epigenética— improvisa sus pasos sobre esa base ancestral. El marxismo, con su visión económica determinista, invierte esa armonía: para Marx, es la economía la que impone el ritmo, y la cultura la que simplemente canta lo que dicta el tambor de la lucha de clases, del capital o del proletariado. La canción de Marx, en ese sentido, es un canto atravesado, porque ignora el tempo de la evolución y desafina con la melodía de la biología.
La mente humana no es una página en blanco

Marx no comprendió que la mente humana no es una página en blanco, sino una enorme biblioteca escrita en letras de ADN a lo largo de una historia evolutiva de miles de millones de años. Así, el filósofo de Tréveris ignoró a su paisano de Königsberg. El de barbas níveas no supo —como sí lo intuyó el de la coleta— que en el cerebro humano está cableada una arquitectura de redes neuronales donde habitan —además de las pasiones, deseos, placeres, instintos, emociones y sentimientos—, la conciencia, la razón y la capacidad de abstracción de la potente mente sapiens. A esa inmensa biblioteca escrita por la evolución es a lo que Kant llamó estructura mental a priori.
La conciencia no brotó de la fábrica

Natura non facit saltum (la naturaleza no da saltos). Mientras Marx teorizaba desde la dialéctica de las clases, Darwin —su contemporáneo y vecino londinense— mostraba que la mente humana no era una creación histórica, sino el resultado de una evolución gradual y sin saltos, a partir de capacidades animales más simples.
La ignorancia biológica de Marx nunca le permitió entender que la conciencia no nació ayer en el telar de una fábrica de la Revolución Industrial, sino en el telar encantado de ochenta mil millones de neuronas y millones de años de evolución.
Mientras el evolucionista afirmaba:
“La diferencia entre la mente del hombre y la de los animales superiores, por grande que sea, ciertamente es de grado y no de tipo.” —Charles Darwin, The Descent of Man (1871)
El filósofo materialista, con la contundencia de un profeta y la ceguera de un metafísico, sentenciaba: “El ser social determina la conciencia.”
Damasio, en completo desacuerdo con Marx y en plena sintonía con Darwin, escribió: “La conciencia comenzó como una simple señal de que existía un organismo vivo en el interior del cuerpo. No fue un milagro súbito: fue una evolución lenta, una complejidad emergente.” —El error de Descartes (1994)
De la misma manera Michael Gazzaniga, basado en la neurociencia contemporánea, señaló: “La conciencia es una función biológica del cerebro, no una propiedad mágica que nos regaló la historia o la ideología.” —Who’s in Charge? Free Will and the Science of the Brain (2011)
Y Frans de Waal, primatólogo, ha documentado formas elementales de empatía, dolor social, anticipación y moralidad en grandes simios, lo cual desmonta la idea de que los afectos y la conciencia son invenciones culturales exclusivamente humanas, expresó: “El edificio moral de la humanidad no comenzó con la religión o la economía, sino con la necesidad biológica de llevarse bien.” —The Bonobo and the Atheist (2013)
Primero fue el gen, luego la idea

El viejo edificio de Marx, con su estructura económica como cimiento del mundo social, ha sido destruido. La neurociencia, la genética y la genómica modernas pulverizaron sus bases. La arquitectura del funcionamiento de la civilización no se erige en modo alguno sobre el modo de producción, sino sobre la complejísima trama evolutiva del genoma que esculpió el cerebro humano durante millones de años, y de este emergió la cultura.
Esta imagen representa una cosmovisión biopsiquica y biosocial: el ADN —que codifica en la potente mente sapiens los algoritmos de las pasiones, deseos, placeres, instintos, emociones, sentimientos, conciencia, razón y capacidad de abstracción— es la verdadera infraestructura, la base sólida sobre la que se alza el edificio de la cultura y las civilizaciones
De esta manera, todo el andamiaje cultural que estudian las ciencias humanas y sociales: —economía, leyes, ideologías, arte, política, derecho, justicia, democracia, religiones, creencias, mitos—, no emergen del capital ni del trabajo, sino de las capacidades mentales cableadas a priori por millones de años de evolución biológica. Así, toda la superestructura cultural está soportada, en última instancia, por la estructura genética
Toda superestructura cultural —desde el Estado hasta la poesía— se apoya, en última instancia, en las bases neuronales codificadas en el genoma. Dicho de otro modo: la cultura surfea en la cresta de la ola de la civilización, pero es la biología la que marca el compás, la dirección y la fuerza del viento y de las olas.
No se puede gobernar bien lo que bien no se conoce

Para domar la mitad de lobo que llevamos dentro, la mente sapiens ha inventado desde hace diez mil años, poderosos mitos funcionales que buscan limitar los sórdidos excesos del genoma egoísta y pasional de cada individuo y de la sociedad donde habita, y permitir la convivencia dentro de un orden social justo como: Estados, leyes, constituciones, códigos, moral, ética, miles de derechos, dignidad humana, justicia, delitos y penas, democracia, división de poderes, diplomacia, pactos, procesos de paz, educación y religión. Mitos que han mejorado sustancialmente el comportamiento de la humanidad. Sin embargo, todavía falta más de lo que hemos avanzado.
Entender el genoma no es rendirse a él, sino reconocer que somos animales con poderosos hardware y software mentales cavernícolas donde habita un lobo salvaje ancestral que debe ser domesticado. No podemos ni debemos se esclavos de nuestros genes, ni dioses de barro moldeados por ellos.
Biofobia: el error letal de izquierda y derecha
Los izquierdistas del siglo XX, siguiendo a su maestro —el filósofo de Tréveris—, dieron palos de ciego y cometieron errores históricos de gran calado, instaurando gobiernos comunistas totalitarios en buena parte del mundo con economías planificadas centralmente, administradas por humanos de carne y hueso que, al soltar las riendas a la parte lupina y cavernícola de su cerebro sapiens, incurrieron en toda clase de barbaries. Hoy Venezuela, Cuba, Nicaragua y Corea del Norte siguen atrapadas en ese caos
Por su parte, la derecha tampoco ha puesto límites a las pulsiones voraces del genoma humano. Al igual que la izquierda, ha sido cómplice de totalitarismos, tiranías, opresión de los débiles, adicción al poder y a la riqueza, corrupción, racismo, xenofobia, consumismo, desigualdades extremas, armamentismo, belicismo y destrucción ambiental.
Desde ninguna trinchera ideológica se puede conducir a la humanidad por buenos caminos sin antes comprender la naturaleza humana y la de todas las demás especies habitantes de este planeta. Quien ignora el genoma seguirá intentando transformar el mundo con los ojos vendados, ya que, de esta manera, la mano invisible del mercado, ciega y desbocada, la corrupción de las élites y de los vulgares populismos y regímenes totalitarios de izquierda y derecha —que convierten la sensibilidad en tiranía— nos siguen manteniendo al borde de abismo.
Uno de los grandes errores históricos de la izquierda ortodoxa —cual marxista pura sangre— fue ignorar a Darwin. De este modo, desde su biofobia ideológica, asociaron el darwinismo con la derecha, a la que acusaron de promover un “darwinismo social” cruel y deshumanizante.
Darwin no era economista ni un apologista de la competencia despiadada. Era un naturalista que ofreció una explicación científica de cómo evolucionan las especies —incluida la humana—, no una receta moral o política sobre cómo deben organizarse las sociedades.
En resumen: el ADN no es un espía neoliberal ni un fantasma comunista infiltrado en el edificio de la civilización, es su cimiento natural,
De la lucha de clases a la batalla cultural
El gran reto de la izquierda del siglo XXI no es abolir el capitalismo, así como el de la derecha no es defenderlo a toda costa, sino que ambas deben aprender a comprender la naturaleza humana, la de las demás especies compañeras de este viaje y los límites biológicos del planeta que compartimos.
La verdadera batalla política y cultural para salvar a la humanidad no es la confrontación encarnizada y estéril entre estas dos ideologías, como la cruzada ideológica que proponen desde la trinchera liberal el argentino Agustín Laje y el chileno Axel Kaiser. La única batalla que vale la pena librar es la del conocimiento profundo de la naturaleza humana y la de las demás especies de toda la biodiversidad de la Tierra y el modo de relacionarse con el entorno.
Así, como la lucha de clases propuesta por Marx no resolvió los grandes problemas de la humanidad sino que los aumentó, tampoco la batalla cultural que están proponiendo estos dos lideres de opinión suramericanos los resolverán, porque ambas propuestas son juegos de suma cero, donde lo que importa es el usufructo del poder y sus privilegios por élites con cerebros de cavernícolas lupinos, con los ojos puestos en la frente como todos los animales depredadores y con redes neuronales trenzadas con terribles pasiones bajas: deseos, placeres, instintos, emociones y sentimientos, repletos de ambición, codicia y avaricia, que hacen que la corrupción les parezca un juego de niños,
Sin una visión psicobiológica y biosocial, que reconozca estos impulsos innatos, y la capacidad de cooperación, empatía, altruismo y solidaridad de la especie sapiens, la izquierda seguirá persiguiendo utopías ciegas y la derecha, defendiendo privilegios suicidas.
La nueva dialéctica debería ser planteada así: Tesis: capitalismo. Antítesis: socialismo. Síntesis: psicobiología y biosociología del poder.
Fonseca La Guajira 3 de mayo del 2025
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