Por Stevenson Marulanda Plata
La importancia de una persona en la Tierra no es absoluta ni uniforme. No está dada por su tamaño, su fuerza o su ruido. Como en el antiguo juego oriental de Go, su potencial se revela en su posición: en la manera como se ubica en el tejido social, en los lazos que la conectan con los otros, en la armonía o tensión que produce su presencia en medio del vecindario y del vacío.
Una piedra de Go es apenas una más entre cientos. Y, sin embargo, en el punto preciso del tablero, puede ser decisiva. Lo mismo ocurre con el ser humano: su valor no radica en lo que cree poseer o posee por sí mismo, sino en la manera en que participa del conjunto, en la forma en que da sentido al espacio social que habita.
Ni en el Go ni en la vida hay certezas plenas. Un movimiento no es bueno ni malo en sí; lo es en función de lo que fue antes y de lo que vendrá después. En ambos juegos, el juicio definitivo es esquivo, porque sus consecuencias se ramifican como un árbol. Decidir es un arte y no una ciencia: se hace con la razón, sí, pero también con la intuición, el instinto, y, sobre todo, con las emociones y los sentimientos.
Por eso los grandes jugadores de Go no sólo analizan: meditan. Esperan. Observan lo que otros pasarían por alto. Y colocan la piedra con exactitud espacial y temporal, sabiendo que toda acción modifica el equilibrio del todo. Así también, el hombre sabio comprende que cada decisión tiene peso, que incluso el silencio puede ser decisivo, que no hacer nada, a veces, es la mejor forma de intervenir.
El Go, como las grandes partidas de la vida, no es un juego de conquista inmediata, sino de ocupación inteligente y respeto por el espacio y el tiempo. Enseña que perder —como dijo Maturana—, puede ser parte de ganar, que rodear es a veces más sabio que atacar, que ceder un terreno o un tiempo puede abrir caminos invisibles.
Del mismo modo, la vida humana se vuelve más plena cuando dejamos de pensar en términos de éxito o fracaso, y empezamos a comprendernos como parte de un flujo más amplio, en el que cada uno ocupa, con dignidad, su lugar justo, como esas piedras con que a veces tropezamos en el camino.
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