El susto que impulsó el bienestar social
Ensayo – debate neurobiológico, político y poético
“Cuando la injusticia se hace ley, la rebeldía se convierte en deber, y a veces, basta solamente con asustar al poder para que empiece a repartir justicia.” Bertolt Brecht
Por Stevenson Marulanda Plata

En la oscura Europa del “romántico” siglo XIX, el rugido de las fábricas, el hedor de los miasmas de las cloacas y el hambre de los miserables convivían con los lujos de las élites. En este ensayo se expone cómo un “susto a una profecía comunista” —más que la caridad o el humanismo— fue el verdadero motor de las reformas sociales. Una mirada neurobiológica, genética, evolutiva, poética y crítica sobre cómo el miedo —y no la compasión, la cooperación ni el altruismo— fue la causa real del nacimiento de la seguridad social en el mundo.
El fermento del infierno
“Please, sir, I want some more.” — Oliver Twist, Charles Dickens (1838)
Con esta frase humilde y temerosa, un niño famélico rompió, una tarde, el silencio impuesto por el miedo draconiano en los sórdidos hospicios de beneficencia pública de la Inglaterra victoriana. Con la inocencia mancillada por un sistema político, económico y social despiadado —que no conocía ni la justicia ni la dignidad—, solo pedía un poco más de alimento. El hambre de Oliver era el hambre de millones de niños y adultos: la llaga abierta y suplicante de quienes nacieron sin mesa, sin pan y sin nombre. Era el símbolo más humano del desamparo, con el que el novelista victoriano Charles Dickens dibujó el alma de la crueldad del siglo de la Revolución Industrial.

“La clase obrera inglesa vive en una miseria tal que haría palidecer al esclavo de la antigüedad. Ha sido sacrificada en el altar de la industria y del lucro.” Friedrich Engels, 1845.
Durante el auge de la Revolución Industrial, la jornada laboral no conocía límites ni compasión. Obreros, mujeres y niños eran arrastrados a las fábricas desde antes del alba hasta bien entrada la noche, encadenados a turnos de 14 o 16 horas diarias, sin domingos, sin festivos, sin vacaciones, sin tregua. El cuerpo humano fue reducido a una mera extensión de la máquina, desprovisto de dignidad, explotado hasta la extenuación. Los niños, consumidos hasta el borde de sus capacidades fisiológicas, compartían su miseria con mujeres y hombres que, tras agotar sus fuerzas, recibían a cambio írritos salarios de hambre.
Esa fue una de las caras del progreso de la Revolución Industrial: una masa de miserables triturada por la codicia ciega del núcleo accumbens de la mano invisible del mercado de Adam Smith. Familias enteras y sus proles fueron deshumanizadas por el telar mecánico, el humo, el vapor y la voracidad del núcleo accumbens de unas élites que convirtieron los benditos avances de la ciencia y la tecnología en instrumentos de explotación y enriquecimiento desalmado.
Los Miserables
—“Jean Valjean, ya no perteneces al mal, sino al bien. Te he comprado el alma; la rescato de pensamientos oscuros y la entrego a Dios” —le susurró Monseñor Bienvenido al oído.
Si en la Inglaterra del siglo de la Revolución Industrial llovían el hambre, la injusticia y la miseria, en la Francia revolucionaria de los Napoleón no escampaba. Víctor Hugo, en Los Miserables, las retrató con la misma sórdida exactitud con que Dickens lo hizo en Oliver Twist.
Tras pasar diecinueve años en prisión por robar un pan para alimentar a los hijos de su hermana y por intentar escapar varias veces, Valjean salió convertido en un hombre endurecido, resentido y rechazado por la sociedad —Era un invisible— Nadie le ofrecía posada, comida ni trabajo, pues cargaba con el estigma de ser un expresidiario. Sin embargo, un reconocido obispo —Monseñor Bienvenido— lo acogió en su casa, le ofreció una buena cena y un lecho tibio donde pasar la noche. Valjean, aún habituado al robo instintivo de supervivencia animal, se llevó los candelabros de plata. Al ser detenido por la policía, el obispo —en un acto de bondad infinita— declaró que él mismo se los había regalado y, como si fuera poco, añadió otros objetos de valor. Luego, apretando su boca contra la oreja del exconvicto masculló unas palabras que el policía no oyó, o no comprendió… o tal vez ambas cosas. Desde este instante Valjean renace y se reinventa como un hombre justo y generoso.
París, al igual que Londres y el resto de la Europa del siglo decimonónico, rebosante de antiguos claustros, palacios medievales y oscuros conventos sin sistemas sanitarios ni alcantarillado público, eran auténticas cloacas nauseabundas, infestadas de ratas, miasmas pútridos, pedofilia y toda clase de abusos y crueldades
He visto la degradación humana en alguna de sus peores fases, tanto en Inglaterra como en el extranjero, pero puedo decir que, hasta que caminé por las callejuelas de Glasgow, jamás creí que pudiera existir un solo lugar de algún país civilizado con tal cantidad de suciedad, delitos, miseria y enfermedad. F. Engels1820 – 1895
Cosette, —una niña abusada y maltratada por los despiadados posaderos Thénardier— es apenas la punta de aquel iceberg de horrores, abusos y crueldades que Victor Hugo narra en su novela. Fantine, su joven madre soltera, una obrera arrastrada al prostíbulo por el hambre, no de ella, sino de su hija, pisó ese desesperado umbral solamente para salvarla de esa vida miserable. Su tragedia —la misma que padecieron millones durante el “romántico” siglo de la Revolución Industrial— era lo normal en una sociedad psiquiátricamente salvaje que condenaba a esas írritas nulidades a vagar, sin redención ni esperanza, por todos los círculos del infierno, como almas errantes castigadas no por sus pecados, sino por la indiferencia de una civilización enferma de codicia
Convertido en un casi santo por la infinita bondad de Monseñor Bienvenido, Valjean adoptó un nuevo espíritu y bajo una nueva identidad se hizo alcalde y se convirtió en benefactor de un pueblo olvidado: creó empleo, cuidó a los pobres y protegió a los débiles. Cuando descubrió el sufrimiento de Fantine —enferma, despreciada, despojada de su dignidad por una sociedad hipócrita— la asistió con ternura y, antes de su muerte, recibió de ella un último ruego: ¡cuídame a Cosette! Esta rogación se convirtió en un juramento sagrado que ató su vida para siempre al bien. Valjean buscó a la niña, la rescató y la crio como a una hija.
Víctor Hugo eleva una tesis profundamente humanista como motor de la historia: en un mundo fundado en la crueldad, la explotación y la deshumanización, solo el amor, la piedad, la compasión y la bondad tienen el poder de transformar al ser humano y romper las cadenas de la opresión y la miseria
La Santa Alianza: adoradores del Núcleo Accumbens, borradores del Hipocampo y extinguidores de la Amígdala
Tras la caída de Napoleón en 1815, las potencias absolutistas de Europa —Rusia, Austria y Prusia— sellaron un pacto político-religioso conocido como la Santa Alianza, cuyo verdadero fin era restaurar el núcleo accumbens del poder (placeres y privilegios del trono), extirpar el hipocampo de la historia (borrarle al pueblo su memoria revolucionaria) y silenciar su amígdala (envalentonar a las élites eliminando el miedo de su mente). El principal artífice de esta alianza fue Klemens von Metternich, canciller del Imperio Austriaco, aristócrata brillante y cínico que veía en todo intento revolucionario una amenaza existencial al orden establecido.
Bajo su influjo, el continente se transformó en un vasto campo de vigilancia ideológica distópica, donde la libertad de prensa, los movimientos democráticos y las demandas sociales eran sofocados con mano de hierro draconiano. A este sistema se sumó François Guizot, ministro y teórico del liberalismo conservador en Francia, quien defendía el sufragio censitario y negaba a los pobres todo derecho político y social, pues —según él— solo el capital confería dignidad ciudadana. Ambos —Metternich desde Viena y Guizot desde París— fueron guardianes implacables de las monarquías europeas y arquitectos de un orden que, mientras proclamaba estabilidad, conservaba privilegios, perpetuaba la miseria y criminalizaba toda revuelta popular.
La Gran Hambruna de Irlanda y las Guerras del Opio
Dickens, Víctor Hugo y la Santa Alianza parecen un juego de niños frente a dos tragedias humanas de escala apocalíptica sucedidas durante el reinado de la reina Victoria (1837-1901): la Gran Hambruna de Irlanda y las Guerras del Opio con China.
La Hambruna Irlandesa (1845–1852)— fue una catástrofe biológica, sí, pero sobre todo moral. El genoma de un hongo patógeno, atendiendo su propia voracidad existencial, pudrió los cultivos de papa, único alimento de millones de aparceros miserables que trabajaban las tierras de la nobleza inglesa, produciendo ganado y trigo que no podían comer pues su destino era el mercado. Ante el desastre, la reina, sus primeros ministros y el Parlamento británico —guardianes de un Estado colonial, doctrinario, ciego y racista— no pensaron como Valjean, sino como el dogma del liberalismo económico les ordenaba: priorizaron el equilibrio fiscal y el libre comercio por encima del hambre masiva. Así, el terror al asistencialismo les prohibió la distribución gratuita de alimentos para no contrariar los deseo y placeres al núcleo accumbens del mercado.
La misericordia y el amor por el prójimo de Victoria —una donación de apenas dos mil libras— fue una compasión inútil frente al exterminio por inanición de casi dos millones de irlandeses y la emigración forzada de otros dos millones, de una población de apenas ocho.
Simultáneamente, en las Guerras del Opio (1839–1842 y 1856–1860), el núcleo accumbens del Estado británico, esta vez en Oriente, desplegó su crueldad imperial con igual lógica: en nombre del libre comercio y del equilibrio fiscal, protegió los intereses del núcleo accumbens de los narcotraficantes de la Compañía de las Indias Orientales, obligando a millones de chinos a fumar opio. De este modo, a punta de cañoneras de su poderosa Royal Navy, trató a la adicción como una mercancía y al Imperio como una aduana global de privilegios.
El siglo XIX dejó en claro —a pesar de la redención de Valjean y la santísima bondad de Monseñor Bienvenido— que uno de los verdaderos motores de la historia no es la compasión, ni la dialéctica de Hegel y de Marx, sino la codicia del núcleo accumbens de la especie sapiens escritos en el genoma humano con letras eternas de ADN.
El siglo del Romanticismo: un eufemismo edulcorado
Llamar al siglo XIX el siglo del Romanticismo es una concesión poética que embellece, en nombre del arte, uno de los períodos más crueles de la historia moderna. Es como bautizar con perfume a una cloaca. Mientras unos pocos leían a Goethe a la luz de candelabros de cristal y lloraban con las partituras de Mozart, Paganini y Schubert, millones de seres humanos eran devorados por las fábricas, por la tuberculosis, por el hambre y por la deshumanización institucionalizada.
Fue el siglo de Oliver Twist, de Fantine, de Jean Valjean, de los orfanatos abarrotados, del trabajo infantil, de las Casas de la Muerte, de las cloacas abiertas, de los prostíbulos miserables y de las jornadas laborales de 16 horas. Fue también el siglo de la Gran Hambruna de Irlanda; el siglo de las Guerras del Opio; y el del Manifiesto Comunista escrito por dos testigos lúcidos del dolor de su época: Marx y Engels.
“En ninguna parte del reino animal se encuentran tales condiciones de existencia como las de los proletarios ingleses. F. Engels.
El Romanticismo fue para la élite decimonónica un refugio estético. Una respuesta individualista y sentimental a la deshumanización colectiva. Para los privilegiados fue sinfonía y contemplación; para los miserables, miseria y explotación. Analfabeta, la mayoría, no leyó a Byron, ni escuchó a Chopin ni a Beethoven. No tuvieron tiempo: trabajaban de sol a sol, desde la infancia hasta la muerte.
Nombrar al siglo XIX como el siglo del Romanticismo es un acto de cosmética cultural. Es olvidar a los millones de anónimos que no escribieron versos, sino que fueron aplastados por una historia escrita por otros. Es convertir en mito estético lo que fue, para la inmensa mayoría, una tragedia sin partitura.
No fue el siglo del Romanticismo: fue el siglo del sufrimiento románticamente ignorado.
El miedo: el gran legislador de Europa

La Revolución Francesa activó la amígdala de todas las monarquías europeas: el miedo animal a perder el trono, la cabeza o ambas cosas. El 10 de enero de 1793, cuando Luis XVI fue guillotinado en París, Catalina la Grande —la zarina de todas las Rusias— se encerró durante quince días en su alcoba, sumida en una depresión que no disimulaba el terror. Bien sabía que el fundamento de su imperio no era divino, sino neurológico: una alianza entre los núcleos accumbens de la aristocracia —esa sede cerebral del deseo y la recompensa— y el poder absoluto del zar.
La déspota ilustrada entendía que gobernar no era solo dictar leyes, sino estimular el sistema deseo-placer de sus nobles. Por eso, jamás osó contrariar sus caprichos: como hábil neuropolítica del Antiguo Régimen, sabía que la estabilidad del trono dependía de no desafiar los circuitos neuronales del deseo de los privilegiados. Para calmarlos y afianzar su lealtad, les ofrecía lo más preciado: seres humanos. Como si fueran cabezas de ganado, les obsequiaba miles —a veces decenas de miles— de siervos de la gleba, arrancados de las tierras de la Corona y entregados como moneda de gratitud.
No fue la compasión, ni el altruismo cristiano, ni el despotismo ilustrado lo que llevó a las élites europeas a ceder parte de sus privilegios, sino un sentimiento animal más primitivo y poderoso: el miedo. En las décadas posteriores a la Revolución Francesa el humo fresco de la Bastilla, el fulgor de la guillotina y las fulminantes victorias de Napoleón hacían titiritar de pánico a las neuronas de las amígdalas cerebrales de todas las élites europeas.
Alexis de Tocqueville, resumió el pavor que invadió a las amígdalas cerebrales de las clases dominantes del siglo XIX ante el peligro de las revoluciones populares así: “Es como si los tronos se estremecieran ante la sola idea del pueblo en armas”.
La memoria, el miedo y el deseo: principales motores de la historia
La mente humana es una poderosa aplicación existencial, un software diseñado y construido sobre el hardware del cerebro a lo largo de la evolución por nuestro genoma —el juego completo de genes de un organismo— que nos ordena: cuídate, sobrevive, multiplícate y sé feliz.

El hipocampo, el baúl de los recuerdos (azul), la amígdala, la central del miedo (rojo) y el núcleo accumbens, la estación del deseo y el placer (amarillo) conforman un triunvirato existencial: tres estructuras cerebrales ancestrales, esculpidas con letras de ADN durante millones de años por la evolución en el cerebro de los vertebrados —incluido el humano: una santísima trinidad funcional destinada a garantizar la supervivencia y la reproducción de cada especie.
Cuando los sentidos del animal —la vista, el oído, el tacto, el gusto, el olfato, o la conciencia en general— perciben un peligro, la señal nerviosa es enviada a la amígdala, que reacciona de inmediato generando la emoción miedo: uno de los grandes motores que mueven al mundo. El hipocampo, por su parte, archiva esa experiencia con la obligación existencial de que no se le olvide y recordarla cada vez que la amenaza reaparezca. De este modo, el animal, o en el caso del humano el lóbulo frontal tome la mejor decisión de supervivencia: atacar, huir, rendirse, esconderse… o conceder privilegios.
El tercer actor en esta estrategia existencial de la mente humana —uno de los mayores motores responsables de la suerte de la epopeya humana— es el Núcleo Accumbens, el centro del deseo, un adicto al placer. Este núcleo tirano y absolutista funciona con el neurotransmisor dopamina, el combustible de la adicción, del poder, del dominio, del impulso, las ganas, el entusiasmo y la ambición.
Conversación en el Sistema Límbico
Cierta vez, un día cualquiera a mitad del “romántico” siglo XIX, la memoria —vestida de azul—, el miedo —envuelto en un manto rojo grana— y el deseo —embutido en un traje amarillo chillón— conversaban, como tantas otras veces, en un apartamento de tres cuartos ubicado en el Sistema Límbico: un barrio grande y difuso, construido en la segunda etapa de una urbanización del cerebro de un viejo sesentón, dueño de una fábrica humeante en el corazón fabril de Manchester.
—Oye, ten cuidado con unos “manes” que andan merodeando por ahí… un tal Marx y un tal Engel, recuerda la Bastilla, la guillotina… y al maluco de Napoleón.
Le dijo, con tono de advertencia y severa preocupación, la memoria —una vieja que vive en el cuarto con forma de caballito de mar y por eso le dicen Hipocampo— al miedo, un señor cuya pieza se llama Amígdala, porque parece una almendra.
Pero antes de que el miedo pudiera reaccionar, el deseo —un tipo escandaloso, adicto a todo tipo de placeres y privilegios: comida, sexo, dinero, poder y hasta drogas—, que vive en el Núcleo Accumbens —una pieza inclinada y recostada (de allí su nombre, accumbere en latín significa “recostarse”) sobre la pared del apartamento vecino—, iracundo y desafiante, interrumpió y, con voz de trueno, le dijo al miedo:
—¡No le pares bolas! Esa vieja decrépita tiene Alzheimer… ¡Acuérdate mejor de que el que no arriesga un huevo no saca un pollo!
Y continuó voz en cuello:
—Los niños de Dickens, los miserables de Víctor Hugo y los zarrapastrosos obreros de mi fábrica son pobres porque les da la gana. ¡Tienen que esforzarse más!
Y remató:
—Serás un perdedor… un pobretón de arrabal, temblando bajo las faldas de la prudencia… o de la decencia, o de quién sabe qué carajo.
Y volviéndose entonces hacia la memoria, con arrogancia escandalosa, le espetó:
—Y tú ¡Cobarde! ¡Miserable! vieja archivista de tragedias y derrotas… no le metas miedo al miedo. Estás confundida. ¡Tienes demencia senil! La historia no la escribe el que recuerda, sino el que se atreve. La escriben los ganadores, los poderosos… con sangre, oro, ambición, ¡No arruines mis privilegios!
Pero el miedo, que había guardado silencio, respiró hondo, tragó saliva y, temblando levemente, respondió con una voz más grave que furiosa:
—Tú puedes gritar, gozar, devorar, pisotear… pero cuando la turba hambrienta salte la verja, cuando las antorchas iluminen los tejados de tu fábrica… cuando te busquen con la horca en la mano y no con el sombrero en la cabeza… ahí sí, con el rabo metido entre las patas vendrás a buscarme.
Y tras una pausa, añadió con lentitud:
—Ese día, no serás deseo. Serás pánico.
La memoria, arrinconada en su caballito de mar, se tapó los oídos con sus archivos polvorientos. Y el deseo, por un instante, calló. Afuera, en las calles de Manchester, algo comenzaba a hervir bajo el hollín y el humo de la historia.
La seguridad social: un regalo del susto de la amígdala capitalista
La seguridad social fue la respuesta cerebral de un sistema que, para no morir de revolución, aprendió a simular humanidad.
Fue en el siglo del edulcorado Romanticismo cuando germinó la más temida de las ideas modernas: la profecía del comunismo. En 1848, Karl Marx y Friedrich Engels publicaron en Londres el Manifiesto del Partido Comunista, cuyo encabezamiento anunciaba ese pánico así:
“Un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo. Todas las potencias de la vieja Europa se han unido en santa cruzada para acosar a ese fantasma: el Papa y el Zar, Metternich y Guizot, los radicales franceses y los polizontes alemanes.”

La seguridad social, como creación histórica, no nació del altruismo ni de la misericordia de los poderes absolutos del siglo XIX: fue hija legítima del pánico. El cerebro de Otto von Bismarck —el Canciller de Hierro y arquitecto del Imperio alemán— supo interpretar lo que los conservadores Metternich y Guizot ignoraron: que la mejor manera de contener el fervor revolucionario no era la represión, sino una reforma que maquillara con justicia social el rostro feroz del capitalismo. Bismarck obedeció a los temores de su amígdala, atendió las advertencias de su hipocampo —la Revolución Francesa, Napoleón, la Comuna de París y los ecos de la profecía del fantasma del Manifiesto Comunista— y, con frialdad quirúrgica, desoyó los impulsos del núcleo accumbens que exigía más poder, más riqueza, más privilegios.
Así, entre 1883 y 1889, diseñó e implementó el primer sistema moderno de seguridad social: seguro de enfermedad, indemnización por accidentes laborales y pensiones de vejez. No fue un gesto de compasión, sino una maniobra brillante y pragmática para blindar el orden conservador, evitar levantamientos y asegurar la fidelidad del pueblo al Estado. Fue, en suma, una estrategia magistral del cerebro político: la trinidad Hipocampo-Amígdala-Núcleo Accumbens al servicio de la contención del caos mediante una dosis cuidadosamente medida de equidad.
Conclusión
La historia no avanza hacia la virtud por un regalo del poder, sino por el rescate que paga por su propia supervivencia.
La misericordia y el amor al prójimo —aunque nobles— han demostrado ser sentimientos ineficaces para transformar las estructuras profundas de la injusticia cuando actúan huérfanos de poder. La historia no se mueve hacia el bien por la compasión de los poderosos, sino por el pavor que sienten sus amígdalas cuando el suelo tiembla bajo el estruendo de una multitud deshumanizada desesperada.
La seguridad social, ese logro que muchos celebran como prueba del progreso moral de la humanidad, nació más del instinto de supervivencia inscrito en el genoma del poder que de los sentimientos cristianos. Fue, en buena medida, el resultado de una inteligencia política que supo leer las señales de peligro y prefirió ceder un poco antes que perderlo todo.
Porque, al final, el verdadero motor de las reformas sociales no ha sido el amor… sino el susto.
Fonseca, La Guajira, 10 de mayo de 2025
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