El triage ético, la unidad de cuidados intensivos y la Bolsa de Bogotá nacieron en el Hospital San Juan de Dios
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El triage ético, la unidad de cuidados intensivos y la Bolsa de Bogotá nacieron en el Hospital San Juan de Dios


Por Stevenson Marulanda Plata – Presidente CMC

Alguna madrugada de la ya casi lejana década de mediados de los 80 del siglo pasado, la autoridad inapelable de la muerte, delictuosa o imprudente, con su baño de sangre y sus otros efluvios alborotados, se desgaritaba por todos los cubículos, camillas, consultorios, cartones, pasillos y por el mismo piso frío, un primero de enero por el sótano del viejo hospital San Juan de Dios de Bogotá, que servía a la docencia y práctica médica de las escuelas de salud de la Universidad Nacional de Colombia.

Éramos una cuadrilla, una tropa de estudiantes, internos y residentes, soñadores hipocráticos, provincianos los más. Unos venían de las encaramadas cumbres andinas, de sus valles y faldas, otros de las dilatadas llanuras del oriente, y otros, de la costa pacífica o caribeños, como yo. La mayoría era de extracción campesina y de clase popular, pero había uno que otro rubicundo de mejillas bogotanas, y se me antoja, eso sí, recordar, que todos eran de una inteligencia preclara y una espiritualidad superior.

ꟷEste ya está muerto, tiene pupilas plenas no reactivas, sin pulsos por ningún lado, y está más blanco que un papelꟷ

Le dijo el R3 al R1, con sus dedos índice y mediano puestos semiológicamente sobre el cuello, exactamente por donde va y viene la sangre del corazón a la cabeza; ambos ñangotados al borde de la cabeza de un cuerpo joven exangüe yacente en el piso, de aspecto sexualmente incierto, recién muerto. Dos oscuros borrachos lo habían desembarcado de un taxi Buick 62 negro grande, y a rastras lo habían arrimado hasta la puerta sin ningún vestigio de vida.

La certidumbre de la muerte, intransigente, apacible y patética, apostada en un letrero en la puerta de la morgue que decía: “Aquí los muertos se complacen en enseñarle a los vivos C. Rokitansky”, apenas abría a las 8 de la mañana. La madrugada avanzaba, y la pila de heridos, intoxicados y muertos, dejados por las patrullas de la policía, taxis, buses, busetas y carros particulares, también. Ya había 17 cadáveres, amortajados con sábanas blancas estampadas con letras de la Beneficencia de Cundinamarca, dispuestos en camillas enfiladas en un pasillo frente al “vomitadero”, que no era más que una pluma de agua fría de alta presión conectada a una manguera de cuatro pulgadas adyacente a una pequeña alberca de cemento donde los intoxicados vomitaban, mientras los internos y R1, como castigo disciplinario, con el chorro frío aseaban las costrosas mugres de indigentes callejeros, los líquidos orgánicos derramados, los esparcimientos excrementales y los restos de materiales estéticos y de embellecimiento corpóreo, de esos cuerpos al límite de la impudicia.

A la mayoría los habían matado en trifulcas sangrientas de borrachos a muerte. A otros, en ollas de drogadicción y desenfrenos límbicos; encrucijadas en las que el deseo sexual, más hipócrita que un ángel ateo, agazapado en anatomías de varón o de mujer ꟷsin tener en cuenta esa impertinente impronta biológicaꟷ, se libera de esas absurdas genitalidades, e impúdico, cual acechante depredador, se desmanda a buscar el placer sensual y erótico donde lo encuentre, entre cruzándose con tiros, puñaladas y brutales contusiones. Otros eran víctimas de accidentes de tráfico automotor y peatonales; y de otros, los pobrecitos, el licor adulterado fue su verdugo.

ꟷDoctor, se acabó la sangre, me acaban de informar del banco; y de la central de esterilización me dicen que ya no queda ni un solo paquete de ropa estéril para operar, y los sueros ya se están acabandoꟷ

Fue la angustiosa voz que oyó el R3 venida del otro lado del intercomunicador interno.

–Nadie conocía la palabra triage, menos triage ético. Pero ¡Ufffff! lo hacíamos.

Ese día, desde la siete de la mañana, el residente jefe o R3 y su grupo de soñolientos, fatigados y románticos vocacionales hipocráticos, con sus ropas clínicas salpicadas de muerte, habían neutralizado cuarenta y cinco cicateras puñaladas. Así como 28 eficaces balazos y más de media docena de heridas contusas, distribuidas por todas las anatomías corporales de los 23 operados, más hombres que mujeres, que con saña irracional fueron lesionados por la insensata y eufórica violencia alcohólica intencional y accidental de ese metódico salvajismo urbano bogotano.

“El Viejo Man” era el R3 de ese turno. Era un experto instintivo en triage ético, como todos nosotros. No más ese día, en una especie de humanismo fatalista y lleno de angustia existencial, escogió, categorizó y seleccionó con mucho tino, discernimiento y pálpito clínico, y según la gravedad y posibilidades de vida y recursos disponibles, ꟷtiempo, espacio, tecnología, medicamentos y talento humanoꟷ cada una de esas 23 víctimas que, nítidamente y ordenadas, según estas circunstancia de tiempo, modo y lugar, fueron llevadas a los quirófanos donde junto con dos cirujanos ya graduados o jefes de turno, se les practicó en tres salas diferentes la operación apropiada a cada caso, quedando en la atiborrada estancia de urgencias los menos urgentes, con tratamientos apenas de sostén y no definitivo, los cuales tuvieron que esperar hasta el día siguiente una nueva valoración para completar su tratamiento definitivo.

El triage proviene de los campos de sangre, de sus inválidos de guerra y de las vidas derramadas en las batallas napoleónicas. Este galicismo es otro de los muchos inventos de la costumbre inveterada y salvaje de los humanos de matarse en masa.

Trier es un verbo francés que significa: seleccionar, escoger, separar, categorizar o clasificar. De esta manera, los altos mandos de Napoleón, igual que “El Viejo Man” y nosotros en el nostálgico y Viejo San Juan, utilizaban este verbo rector para elegir a los heridos teniendo en cuenta las circunstancias ya descrita, para de esta manera, asignar prioridades, recursos disponibles y destino inmediato y final, según las posibilidades de recursos y sobrevivencia.

Luego, con el paso del tiempo, el triage mutó y saltó de los mortíferos y ensangrentados campos napoleónicos a la atención moderna de las víctimas de desastres naturales y antropogénicos. De esta forma, el decimonónico verbo francés se transformó en una herramienta rápida y fácil de usar en la atención inicial de lesionados en catástrofes donde son muchas las personas implicadas en estos siniestros ꟷcomo terremotos, incendios, tsunamis, inundaciones, terrorismo, huracanes, etc…ꟷ

Trier, la obstinada gala voz, como la evolución darwiniana, no se quedó quieta, y, rauda, brincó entonces a la atención de pacientes cotidianos y al cuidado de la salud institucional. Así, indispensable y comodona, se ubicó en el rellano de los servicios de urgencias de clínicas y hospitales de todo el mundo moderno, hasta pavonearse hoy con el linajudo y moralista apellido de ‘ético’ por las unidades de cuidados intensivos de Colombia, dándose la vida y gusto de toda una celebridad.

Pero la historia del “Viejo Man” y nosotros no ha terminado. Resulta que algunos de los operados, debido al profundo daño ocasionado en el funcionamiento de sus sistemas vitales básicos —sangre, circulación, respiración y riñón—, no aguantaban la convalecencia a la intemperie natural en una cama ordinaria cualquiera y debían recuperarse durante varios días más, conectados a una vida artificial en máquinas y aditamentos que los mantuviera vivos mientras el cuerpo se recuperaba. Eran diez íngrimas camas de cuidados intensivos que, en 1970, había instalado en el segundo piso y por primera vez en Colombia Hernando Matiz Camacho, un atildado y esclarecido cardiólogo de renombrada prestancia académica, profesor de medicina interna de la Universidad Nacional.

Y como si fuera poco, y como el cuento del gallo capón, el del triage ético tampoco se ha acabado, porque no había UCI para tanta gente, pues ahogos, infartos, arritmias y otras dolencias cardiacas y pulmonares competían por las camas del doctor Matiz, que para nuestra época manejaba el anestesiólogo Alonso “El Loco” Gómez, y permanecían ocupadas, de modo que al “Viejo Man” y a nosotros nos tocaba por segunda instancia, hacer el triage ético para ubicar pacientes en la UCI operados de heridas muy complejas, y los que no clasificaban permanecían “pegados” al ventilador en la sala de operaciones hasta que quedara libre una de estas artificiosas camas.

El relato del “Viejo Man” tampoco lo he rematado:

ꟷ¿Quién se iba a imaginar que de aquel amor casi maniático que sentía por la cirugía, y de sus manos consagradas a semejantes sufrientes, aleteaba entre la bruma de la pesadumbre y del abatimiento de esos sórdidos turnos de porfías éticas con la muerte, un brillo de la medicina colombiana para el mundo?

¡Claro!

El “Viejo Man” le siguió el rastro al Salvador de Madres, Ignaz Semmelweis, que en 1847 inventó el lavado de manos disminuyendo drásticamente la muerte infecciosa de las parturientas; al padre de la asepsia y antisepsia, el glorioso Joseph Lister, que en 1867 inventó la desinfección y limpieza de instrumentos, ropa y edificios de los sucios y sórdidos hospitales de la muerte victorianos; al padre del mundo de lo infinitamente pequeño, Louis Pasteur, el descubridor del contagio de enfermedades por gérmenes microscópicos invisibles, y al padre de los milagrosos antibióticos, Alexander Fleming, que en 1928 inventó la penicilina. Así consiguió, con la ayuda de su ingenio, de la adversidad y de la conmiseración del plástico barato y desechable de las bolsas de suero hospitalario —de quitar y poner, tapar y destapar el vientre peritonítico cuantas veces sea necesario para lavar repetidamente la hez y la pus insurrectas y rebeldes, como las manos de Semmelweis, o como la ropa, los instrumentos y los hospitales victorianos de Lister, con agua limpia y antisépticos—, contribuyendo de manera significativa a disminuir la acechante muerte infecciosa y sus complicaciones.

Es la Bolsa de Borráez o de Bogotá, si de Oswaldo Alfonso Borráez Gaona de Cachipay Cundinamarca, el “Viejo Man”, como aún nos decimos, la que la dominante y flemática literatura inglesa nombra sin cesar por todo el mundo cuando de infección abdominal severa se trata.

Oswaldo, hoy, muchos años después de esa época remota de soñadores residentes de cirugía general en nuestro nostálgico y viejo San Juan, me toca parodiar a Lister en un homenaje a su amigo Pasteur en la Universidad de la Sorbona de París en diciembre de 1892, y decirte:

—“Viejo Man”, usted ha transformado la cirugía de las infecciones abdominales severas, de una arriesgada lotería, a una ciencia segura y sólidamente cimentada. Es usted el guía de la moderna generación de cirujanos científicos, y todo hombre sabio y bueno de nuestra profesión, especialmente en Colombia, le mira con un respeto y apego que pocos hombres se ganan—.

mayo 2, 2021

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