¿Este dilema divide a la humanidad o a los gobernantes? Primero la vida, sin ignorar que la economía es la base material y relacional indispensable para la estructuración de la vida social y cultural, incluso para cualquier plan de rescate en la crisis y de recuperación post pandemia.
Por Dr. Jorge Diego Acosta Correa – jdiegoacostac@gmail.com
La humanidad enfrenta una crisis global por cuenta de una pandemia. Un pequeñísimo, nanoscópico bicho, nos ha obligado a separarnos, a guardarnos, a vaciar las calles, los espectáculos públicos y el comercio; ha cancelado vuelos y viajes; ha alterado la economía y trastocado la vida social; ha arrinconado a los dioses y cerrado sus templos; nos ha puesto a la defensiva y nos reta a vencerlo.
No lo venceremos, no lograremos aniquilarlo, aguantaremos su paso, minimizaremos su impacto si tomamos las medidas adecuadas entre ciudadanos, científicos y políticos, y los sobrevivientes quedarán o tal vez quedaremos inmunes a su actual expresión, pero mutará (como ya lo ha hecho) y quedará en reserva como amenaza para una nueva expansión, local o global.
Esta no es la primera pandemia, ni la única ocasionada por un virus similar, ni será la última. Este virus mutado u otro, cuando se le den las condiciones propicias, repetirá su proceso de transmisión y reproducción, con mayor o menor capacidad de expandirse y con diverso grado de letalidad.
A lo mejor estaremos preparados, quizás hayamos aprendido a sobrellevar otra pandemia en el contexto de la vida contemporánea con menores daños; tal vez hayamos modificado las estructuras económicas y sociales para redefinir las prioridades, así como la manera de relacionarnos, de vivir, de producir, de consumir y de gobernarnos para poder reducir el impacto, su trasmisibilidad, su patogenicidad, su letalidad y su afectación en la vida, la economía y el bienestar de todos.
La gripe española acaecida hace un siglo, comparada con las previsiones finales de esta pandemia, bastante incierta aún, fue muy superior en letalidad; nuestras condiciones de vida en general eran más precarias; la ciencia, la medicina y, en especial, la salud pública estaban mucho menos desarrolladas. Además, estábamos al final de la mayor, más destructiva y más letal confrontación bélica hasta ese momento en toda la historia: la primera guerra, llamada “mundial“ y producto de la mega insensatez de los poderes nacionales existentes.
Ahora sufrimos la primera gran pandemia de la era digital, en los inicios de la segunda revolución industrial, en medio de sociedades humanas altamente tecnologizadas, globalizadas e interconectadas en tiempo real y, a la vez, mayoritariamente urbanizadas (con más de 40 megalópolis), con expectativas superiores de vida, con enormes avances científicos en medicina y salud pública.
En la mayoría de los países los ciudadanos tienen ahora una mejor calidad de vida, priman los sistemas democráticos, los organismos multilaterales ordenan para bien los múltiples factores de la globalización y del progreso (embriones de un gobierno planetario). Pero, también, crecen las amenazas autodestructivas, en un mundo superpoblado, con economías depredadoras extractivistas que provocan un inmenso daño ambiental, con un arsenal atómico capaz de borrar toda vida sobre la Tierra, con la omnipresente amenaza, además, de guerras irracionales, internaciones y domésticas.
La catástrofe global del COVID-19 ha alterado la salud física y síquica de millones; segando la vida de miles, afectando gravemente la economía, los esquemas sociales, políticos y la cultura.
Sin embargo, ha dejado lecciones que ojalá no ignoremos y nos permitan cambiar para bien, porque nada volverá a ser igual, porque si queremos volver a la “normalidad”, cabe preguntarnos: ¿a cuál “normalidad”?, si todo indica que la “normalidad” es la causa del problema, tal como lo expresa un grafiti en un muro de Hong Kong.
Por ello, me voy a atrever a mencionar algunas lecciones, sabiendo que algo se me escapa:
1.- Todo nos afecta a todos. Cualquier fenómeno local puede tener repercusiones planetarias. Ya no existen “rincones protegidos”, aislados de los efectos de la actividad humana. El nacionalismo, el racismo, el sectarismo, el elitismo y el clasismo, hoy más que nunca carecen de sentido. Sus enclaves políticos no deben tener vigencia porque indefectiblemente las barreras geográficas, culturales y sociales se derrumban progresivamente.
2.- La superpoblación. Con la inmensa movilidad humana consecuente; el crecimiento interminable del consumo y, por tanto, de todo tipo de desechos; la ascendente desigualdad de oportunidades generada por el modelo económico dominante; la miseria y el hambre de millones, vergüenza de la especie; todas ellas son condiciones, problemas macro que tenemos necesariamente que resolver como especie, empezando por racionalizar nuestras relaciones con las demás especies y con el planeta.
3.- La solidaridad. Se debe destacar como valor y virtud por encima de la competencia, ya que resulta indispensable para la supervivencia. Hay que fortalecer los compromisos humanos solidarios, individuales, en el entorno social cercano, local; nacional y global a través de las instituciones supranacionales, reconocidas y sólidas.
4.- Los Estados nacionales son necesarios para el desarrollo humano como entes rectores. Deben ser herramientas representativas del conjunto de ciudadanos (democracias, así no sean perfectas), que alienten al desarrollo de los individuos y sus libertades de acuerdo con su potencial y estimulen la iniciativa privada, pero, a su vez, protejan a los demás de la ambición desmedida, desarrollen políticas a favor de quienes existen en condiciones desfavorables, orienten y ejecuten medidas humanitarias y permitan enfrentar las crisis o catástrofes ordenando los recursos y la acción de la sociedad en conjunto; promuevan el desarrollo humano, la economía saludable, la salud y la protección de la madre tierra. En la crisis se evidencia la necesidad de un Estado social de derecho, sólido, participativo y libre de corrupción.
5.- La bolsa o la vida. ¿Este dilema divide a la humanidad o a los gobernantes? Primero la vida, sin ignorar que la economía es la base material y relacional indispensable para la estructuración de la vida social y cultural, incluso para cualquier plan de rescate en la crisis y de recuperación post pandemia.
Si la economía no está al servicio de la vida digna para todos, significa que el modelo económico no sirve.
El modelo de capitalismo liberal o neoliberal que impera, depende del crecimiento ininterrumpido del consumo mundial, lo cual resulta imposible a largo plazo; cuando la capacidad de consumo de la mayoría de la población no crece o decrece, como se da en forma aguda y dramática en cualquier coyuntura de crisis, aparece la depresión económica con profundidad y alcances inciertos.
Si no se recupera o mantiene el empleo y su calidad, con capacidad de compra o de consumo que permita cubrir las necesidades materiales e intangibles para la vida digna de las mayorías, el futuro se oscurece, no solo cae el sistema, que no depende de los banqueros, de los grandes inversionistas o de los medios de producción (ellos responden al mercado), como nos quieren hacer creer, sino que habrá una explosión social y política que podría derrumbarlo todo y que obligaría a un cambio de modelo.
Mejor la sensatez y el cambio por las vías democráticas institucionales, que la insurrección violenta de masas hambrientas con imprevisibles consecuencias y con un costo de destrucción, sangre y dolor inconmensurables.
La ambición desmedida, generadora de miseria e inequidad, sólo puede dominarse desde la democracia real, política, económica y social, mediante gobiernos honestos que representen el interés del común de los ciudadanos. No se trata de eliminar a los capitalistas, terratenientes y banqueros, se trata de justicia y equidad, humanismo y generación de oportunidades iguales para todos, por una vida digna, en paz, con respeto y cuidado del entorno natural. ¡Que los bancos, los grandes empresarios y los países más ricos, paguen la deuda secular que tienen con la humanidad!
6.- Refundar la educación y la cultura. Necesitamos trabajar por una nueva ciudadanía colaborativa y compasiva, responsable de elegir bien a sus líderes, validadora y promotora de la paz y la justicia social, de la importancia de la vida familiar, de estar en casa, de la austeridad en el consumo, de la espiritualidad en sus diferentes expresiones, de la vida saludable, del respeto por el otro, el diferente o el indefenso, promotora de la equidad, amante de la ciencia y constructora del progreso. Idealista, sí, con el horizonte de crecer como humanidad y con la capacidad de responder a las peores catástrofes para preservar el futuro. ¡No podemos volver a la “normalidad”!
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