Por Stevenson Marulanda Plata – Presidente del Colegio médico Colombiano
“Lo mataron en Granada”, en la voz y el cuerpo, cadenciosos, rítmicos, lentos y melancólicos de Lola, es un canto de los cantes grandes, de esos jondos, profundos y auténticos cantes gitanos —de soledad, dolor y muerte—, de esos que representan la esencia del alma de una nación que, arraigados y transmitidos de generación en generación embutidos en la cultura y tradición del pueblo raso, como “Jaime Molina” de Escalona, transmiten sentimientos de grandeza y tragedia, intensa y profunda.
A Federico García Lorca lo mataron en Granada, tierra ensangrentada de sangre de toros.
¿Lo mataron?
¡Si! A un hombre, no a su poesía.
El acero que lo mató no es más fuerte que la poesía que escribió, ni que La Flores que exultante lo exclamó.
La muerte del genio, del poeta granadino, que vino de la incomprensión del fervor político y de las tensiones sociales de alma humana, estremeció el cielo de Andalucía en el tumultuoso preludio de la Guerra Civil Española.
Lo mató “El bando”, los enemigos de la Segunda República Española.
Sus presencias escénicas eran tornados de elegancia histriónica.
Lola Flores, la inigualable, “La faraona”, como el inmortal “El cacique de La junta”, los dos, trascendieron las fronteras más allá del tiempo para convertirse en íconos eternos de pasión, talento y gracia.
Desde las tablas gitanas y las tarimas nuestras, irradiaban una intensidad única, cautivando al público con cada gesto, cada taconeo, cada vuelta de falda y cada “mucho gusto” y “se las dejo ahí”. Con guitarra flamenca, castañuelas y palmas, o caja, acordeón y guacharaca, transportaron a sus públicos a los rincones más profundos del alma española y vallenata, donde la música, el canto, la poesía y el sentimiento, se abrazaban en un abrazo eterno como los indios de Molina.
Sus legados van más allá de sus indiscutibles talentos artísticos. Lola y Diomedes representan la fuerza y el orgullo de dos huellas imborrables en la cultura española y colombiana. Su voces, llenas de matices y desbordantes emociones, con capacidad también de transmitir sentimientos básicos de supervivencia, como la alegría, la amistad, el amor, el altruismo, la solidaridad, el aguante, la resiliencia ante los malos tiempos, la felicidad y el cariñito, resonarán por siempre en los ventrículos y aurículas de aquellos que tuvieron el privilegio de ser testigos de su arte, como muchos de este grupo.
Ellos no solamente bailaban y cantaban, y se encaramaban en una tarima, ellos encarnaban la esencia misma de su pueblo.
Su presencia en el escenario o en una parranda era un regalo para el alma, una invitación a perderse en el embrujo de su arte y a celebrar la vida.
Diomedes, fue Diomedes, es Diomedes, y seguirá siendo Diomedes
La música, el canto, la poesía y el sentimiento que cada uno expresa separado del otro, fueron para él, cuatro cosas fundidas en una sola unidad indivisible, como el átomo, como el byte, como el cuerpo y el alma, como el cante jondo gitano flamenco, pues, seguramente heredó genes andaluces de esos que vinieron por aquí, igual que lo de otros de nuestros grandes bardos y músicos como la dinastía Romero.
La música, el canto, el sentimiento y la poesía, para cualquier ser mortal, son cuatro cosas distintas. Para los inmortales como Lola y Diomedes, es una sola.
“Las cosas se hacen bien o no se hacen”, me acuerdo de este regaño que le metió una vez “El cacique, a sus músicos en plena presentación, y paró la música en seco, porque desconcentrados, le habían hecho perder la conexión espiritual de estas cuatro cosas con el público.
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