Actualidad, Editorial

Crónica de una autopsia digital


Por Stevenson Marulanda Plata

Mi puntual y leal compañero de soledad me despertó. Debían ser las cuatro de la madrugada, el amanecer del primer día tras el regreso de las vacaciones de fin de año. Mi inseparable cómplice —el insomnio terminal de viejo— acababa de abrirme los ojos y la conciencia a un nuevo día en mi apartamento bogotano. Mi moderno Samsung, profundamente dormido, yacía sin electricidad; su cargador, por olvido, se había quedado enchufado en una columna del quiosco de las hamacas, mi rincón favorito en Fonseca, en el centro de La Guajira, en la casa paterna, donde viven Josefina, mi hermana mayor, y Jackson, su segundo hijo.

Mi mirada y mi mente eran, como el cuarto, oscuras, tambaleantes e inciertas. La aurora, que más tarde habría de asomarse alborozada para saludarme por la ventana, apenas estaría anunciándose, quién sabe en cuál lejana o próxima latitud atlántica.

Mi acólito compañero, adicto a chismosear con el Samsung en esos prolongados desvelos, angustiado, me obligó a levantarme y a curiosear entre cajones y corotos viejos. En esas andanzas insomnes tropecé en el fondo de la última gaveta de mi escritorio con un viejo iPhone que hacía varios años, como un náufrago en una isla infinitesimal, abandoné a su suerte. Ya ni me acordaba de ese cachivache. Lo cargué y con curiosidad y sigilo de gato me dispuse a curucutear su memoria. A medida que la pantalla resucitaba fotos, videos, audios, memes, propagandas, textos y mensajes de voz, me sentí como un empedernido arqueólogo, desenterrando una Pompeya digital congelada en el tiempo por la lava del olvido.

Solamente estábamos mi insomnio y yo. Donde vivo no hay naturaleza viva cerca. A pesar de tantos años viviendo en Bogotá, aún extraño el canto de los gallos y las voces de las aves madrugadoras que oigo en el quiosco de las hamacas, como la estridencia de la banda entrañable de los musicales cucaracheros de patio y de los trashumantes pericos, cotorras y loros viajeros. Tampoco había ruido automotor ni de fábricas. El silencio y la soledad eran profundamente aterradores cuando el insomnio empezó a cantarme a capella, al oído, como un susurro:  

“De prisa, como el viento, van pasando los días y las noches de la infancia… después llegan los años juveniles… los juegos, los amigos, el colegio… y brotan, como manantial, las mieles del primer amor… luego, cuando somos dos en busca del mismo ideal, formamos un nido de amor, refugio que se llama hogar… un hombre, una mujer, unidos por la fe y la esperanza… los frutos de la unión que Dios bendijo alegran el hogar con su presencia… después, cuántos esfuerzos y desvelos para que no les falte nunca nada… luego, cuando ellos se van, algunos sin decir adiós, el frío de la soledad golpea nuestro corazón.”

—El Camino de la Vida, ¡y cállate la jeta! ¡no me atormentes más, me tienes aburrido! —le espeté amargado.

Mi conciencia, apoyada por la vista y el oído, y en el recuerdo de la poderosa memoria sapiens, en ese instante de desazón, había recordado lo efímero de la vida: lo rápido que crecen y se van los hijos, y después los hijastros. Y, al final, también todas sus madres y madrastras, y hasta la propia existencia: ¡tan fugaz! ¡tan esquiva! ¡tan mediocre!

Entre las imágenes que desfilaban en el pensionado iPhone, compacto y agrisado, destellaban escenas felices, rebosantes de vida. Pero al filo de la fría penumbra también brillaban, con un fulgor sombrío, la silueta y la voz sórdidas de la muerte y del dolor.

Percibí la aureola acariciante y nostálgica de la voz y los rostros dulces de mis hijos niños y adolescente. Hoy, independientes, caminan sus propios y difíciles caminos. Olí la fragancia a miel de la llegada de Valeria, mi única nieta —íngrima extensión del 25% de mis inmortales genes—. Oí el traqueteo de la rueca de Cloto, la Moira hiladora, tejiendo con delicadeza el inicio de la madeja de su existencia. Pero, por más que busqué, no pude ver la vara de Láquesis, con la que midió con rigor milimétrico la longitud del hilo de su vida

¿Cuánto vivirá Vale?

Sufrí la ausencia de la amistad y compañerismo de amigos entrañables que dejaron grabados sus tácitos adioses y el eco de su dolor. Vi a Átropos, la más temida de las Tres Moiras de la mitología griega —esas hermanas divinas encargadas de hilar, medir y cortar el hilo de la vida de cada ser humano— deslizándose de manera subrepticia en las UCI con sus tijeras bien afiladas y cortar de manera nítida e impecable el hilo de la vida a muchos de ellos.   

En ese momento me sentí como un patólogo forense digital, ejecutando una autopsia histórica, política, social y sentimental al cadáver plateado de un viejo iPhone. Entre sus vísceras virtuales encontré una Colombia confundida y populista, de burros diciéndoles orejones a los puercos:

Vi a Rodolfo Hernández (Q. E. P. D.) decirle a Vicky Dávila que la razón por la cual Petro lideraba las encuestas era la corrupción de los demás candidatos.


Vi a mi colega médico, compañero de la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional de Colombia, Roy Barreras, desentrañar con crudeza la hegemonía del soborno en el país.

Vi a Fico Gutiérrez, con el fervor de un adalid de la propiedad privada, tildar a Petro de expropiador.

Vi a María Fernanda Cabal, abrazada con Miguel Polo Polo, exultantes y desafiantes, lanzando su acostumbrada proclama contra la “mamertería”.

Vi otra vez a Rodolfo Hernández (Q. E. P. D.), igual que la Moira Cloto, hilando fino, explicando cómo se aprovechaba de los pobres de Colombia.

Vi a nuestra colega, psiquiatra de nuestra Alma Mater, Carolina Corcho, condensar en apenas 2 minutos y 34 segundos la esencia de la primera propuesta de reforma al sistema de salud, que a la postre recibió su misa de réquiem en el Congreso cantada por el coro de nueve senadores de la Comisión Séptima.

Vi a Alejandro Gaviria junto a mí y a algunos gerentes de hospitales de La Guajira, bajo el alar del lado del sol del Hospital Nuestra Señora de los Remedios de Riohacha.

Figura 1. Con Alejandro Gaviria y algunos gerentes de hospitales de La Guajira durante mi fugaz y cruento paso por la Secretaría de Salud de este difícil departamento.

Vi a Sergio Fajardo, sentado frente a mí, dialogando en un viejo hotel de Riohacha.

Figura 2. Conversación con Sergio Fajardo en un viejo hotel de Riohacha.

Vi a Jorge Oñate (QEPD) conversando conmigo en el patio de mi casa paterna en Fonseca.

Figura 3. Añorando viejos tiempos idos con Jorge Oñate (QEPD) en el patio de mi casa paterna en Fonseca.

Rodolfo Hernández (Q. E. P. D.), Vicky Dávila, Petro, Roy Barreras, Fico Gutiérrez, María Fernanda Cabal, Miguel Polo Polo, Carolina Corcho, Alejandro Gaviria y Sergio Fajardo son figuras destacadas de la política colombiana, y sobre sus hombros recae la enorme responsabilidad, el deber moral kantiano, de sacar a este país de los círculos del infierno de Dante en los que se encuentra. Sin embargo, no fue esta parte de la autopsia la que perturbó, conmovió y conmocionó hasta el último ácido nucleico de mi genoma. Tampoco lo fue Jorge Oñate, ya lo había llorado bastante.

Fue la partida anónima y silenciosa de uno de los cientos de ángeles que partieron en la pandemia. Fue la voz agonizante de la muerte, anunciada por un terebrante pitido y sepultada por las lavas del olvido en las vísceras de mi viejo iPhone. Duele más, porque apenas la pude oír tres años después de la muerte de su autor.

Un mes antes, contento, lleno de ánimo y vitalidad emprendedora, me había enviado unas fotos y este otro audio que tampoco había visto ni oído:

Figura 5. Unidad de Cuidados Intensivos Clínica Medicentro Familiar IPS. Fontibón.

No era un afamado especialista, ni mucho menos un rimbombante super especialista. No era graduado en Medicina Familiar, era más que eso. Era un médico general de ejercicio liberal, de aquellos viejos médicos de familia que visitaba a los enfermos en sus casas. Egresado de la Universidad Juan N. Corpas, lo conocí hace más de tres décadas. Fui su cirujano de cabecera y, juntos, operamos a cientos, sino miles, de pacientes de la periferia bogotana, especialmente de Ciudad Kennedy y Fontibón.

Lo vi crecer. A finales del siglo pasado y principios de este, operábamos en clínicas ajenas, siendo la Clínica Kennedy de Sixto Barranco, Manuel Mercado y Gustavo López (QEPD) nuestra preferida. Con el tiempo, y gracias a su inmensa devoción por la medicina familiar, su emprendimiento liberal, al amor y apoyo incondicional de su esposa Liliana, y a pesar de las inconsistencias de nuestro sistema de salud, fue construyendo, poco a poco, su sueño, su tacita de plata: la Clínica Medicentro Familiar IPS, en Fontibón.

Álvaro, eres una llama encendida eternamente, el paradigma del médico que necesita Colombia. Tu ejemplo, dedicación y sacrificio iluminan el camino para las nuevas generaciones. Formas parte de las almas más valiente, ese ejército de ángeles de la pandemia que, en los momentos más oscuros, en los días más sombríos y aciagos levantaron el espíritu de una nación herida. Paz en tu tumba, mi hermano, como me decías.

enero 20, 2025

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