Parte I
El cerebro reptiliano genesiaco: el asiento de la doble moral de los humanos
“La explicación materialista y biológica de la naturaleza humana y de la mente da miedo”.
Steven Pinker: psicólogo evolucionista – Universidad de Harvard.
Por Stevenson Marulanda Plata – Presidente del Colegio Médico Colombiano
Eva, nuestra mamá bíblica.
A la izquierda, la mitad de la grey humana en ese exactísimo y excitante instante de la historia sagrada, que yo estudié con tanta devoción cristiana en primaria y bachillerato, hoy expulsada del paraíso educativo colombiano junto con cívica, urbanidad, historia, geografía y filosofía, sucumbe a la empática engañifa. El mañoso reptante la seduce, narra el primer libro del Antiguo Testamento, Génesis 3. Ella, por orden mental de las neuronas que gobiernan el movimiento muscular instaladas en su hemisferio cerebral derecho, estira su brazo izquierdo con su mano abierta, dispuestos a recibir el fruto prohibido. Pero, fueron las neuronas de la parte más baja de su cerebro, el objeto de este ensayo, valga decir, el cerebro reptiliano humano, ahora el de Eva, las que le obligaron a extender la mano, y, en últimas, las directas responsables de que ella pecara e hiciera pecar a su marido.
Adán, la otra mitad del rebaño humano.
El primer marido sumiso de este mundo, apenas acabado de hacer, con la mano derecha atragantada en su propia manzana, la otra, abierta y posada en sus vergonzantes y dóciles carnes venéreas, y sus ojos bien abiertos, como los de José cuando, oculto tras un muro de Jerusalén, oía a los soldados de Herodes disponerse para la matanza de niños recién nacidos en Belén, escucha la conversación de su mujer con el ofidio. Este ojón semblante, el del primer padre del mundo, da la impresión como si confiara más en su retina, su nervio óptico y las neuronas cerebrales de la vista, bien ubicadas en el polo posterior de su cerebro occipital, que en las neuronas que Dios le metió en el caracolito de su oído interno llamado cóclea, que es el que traduce la voz en palabras. Así, expectante, espera el fatal desenlace.
Cuenta el Génesis 3 que, después de Eva, él también pecó. Él también se postró a la fuerza animal pecaminosa de su cerebro reptiliano, disuelta en sus trescientos mil kilómetros de capilares arteriales y venosos, jinchos de dopamina y testosterona, que circularon por todos sus órganos y sentidos en ese concupiscente momento bíblico. Y, rebosante el deseo en todos los rincones de su cuerpo, no pudo el infeliz o ¿mejor feliz? aguantar ese estropicio afrodisiaco.
El voraz incendio venéreo.
El dulce instinto. Llamaradas sinuosas de tentación sensual, desmandadas cual hormigas locas, salieron del sótano de sus cerebros, locas de inflamación erótica, directicas buscando a los más eficaces instrumentos de pecado y perdición: sus vergonzosas carnes y sangres pudendas tapadas tras la hoja de parra, que de nada sirvieron, y no se resistieron al poderío de ese voraz incendio venéreo.
Sobre la cabeza de los hijos caerá siempre la culpa de los padres.
Irremediablemente, el primer varón del mundo, mansísimo como los ovejos de su hijo bueno Abel, y como todos los corderos y corderas de ese tiempo, de hoy y de mañana, sin excluir a los de la Santa Iglesia Católica Apostólica y Romana y a los de todas sus derivadas, productos, precisamente de esa primera concupiscencia pecaminosa, comió el fruto prohibido que su mujer le ofreció, y el primer pecado humano, que con fruición comemos día tras día, la condenación eterna, apareció en la Tierra para no irse más nunca jamás.
Así nació, río arriba, genes arriba, en nuestros primeros padres la gran culpa, que al decir de la Biblia: sobre la cabeza de los hijos caerá siempre la culpa de los padres, es que entendemos que toda la prole de caínes y abeles, hembras y varones, intermedios e invertidos, LGTBI, o como se les quiera llamar a esa respetable comunidad, creados o evolucionados, heredamos el dulce pecado, el flamígero deseo sexual.
Eva y Adán fueron hechos de humanísimas materias humanas.
Es una realidad incontrovertible. Eva desobedeció a Dios. Comió del apetitoso fruto prohibido. Adán también. Pero, hay otra realidad incontestable: Adán y Eva, aunque creados a imagen y semejanza de nuestro creador Dios, fueron tan humanos como nosotros: débiles por naturaleza ante el pecado que los traicionó. Los traicionó el poderío del voraz incendio venéreo que todos los humanos llevamos programado, gen por gen, en nuestro genoma, no importa que seamos hijos de Adán y Eva o de la Evolución. Igual Da. Esa no es la discusión ahora. Así fue, como de todas maneras, a nuestros antiquísimos primeros padres —los del retablo del Museo de Solsona—, los traicionaron la dopamina, la testosterona y sus potentes redes de neuronas del deseo y del placer sexual, que se esconden en las profundas losas enterradas en los tajos de los cimientos más antiguos del cerebro humano: el área ventral tegmental y el núcleo accumbens, un conjunto denominado “circuito dopaminérgico del deseo”, o “circuito mesolímbico”, que se conecta en el segundo piso a un enigmático, abigarrado y gran sistema cerebral, que viene siendo una gran estación donde se interconectan todas las emociones y sentimientos humanos, buenos y malos, además de las sexuales, llamado sistema límbico.
El cerebro reptiliano es binario.
El primer piso del cerebro tiene dos módulos funcionales de redes neuronales: uno corporal y otro mental, que ocupan el mismo espacio en la masa y el espacio cerebral donde funcionan de manera unitaria
Módulo corporal.
Como las plantas —de manera inanimada, inconsciente y automática—, gobierna y regula, en concordancia y conforme al mundo externo, el equilibrio de la cantidad y calidad de todas las sustancias y volúmenes que el cuerpo maneja dentro de su mundo interno para mantenerlo vivo dentro de los límites que permite la vida. De este modo, llamado técnicamente homeostasis, las neuronas de esta parte del cerbero, manejan de manera robótica, momento a momento, las leyes de la existencia de la vida biológica básicas para sobrevivir, y también para multiplicarse cuando se es joven y bello: temperatura corporal, producción y consumo energético, respiración, ritmo cardíaco, volumen y presión sanguíneos, adecuación de los órganos del ciclo reproductivo y de las hormonas sexuales, y además le toca prender y apagar el “suiche” de dormir y despertar. Esta es la parte que queda funcionando cuando por alguna razón, diferente al sueño, perdemos la conciencia, y llamamos estado vegetativo o coma.
Módulo mental.
Este módulo tiene el mismo fin teleológico que el corporal: preservar la vida y promover su reproducción, pero esta vez, poniéndole ánima, alma, al asunto. De aquí provino el nombre animal de nosotros, los animales. De esta manera, esta red —también inconsciente, robótica, instintiva y automática—, pero valga decir inteligencia natural para diferenciarla de la artificial (también es sustancia gris), se acopla al módulo corporal homeostático o puramente biológico, para formar una sola unidad funcional psicobiológica. De este modo, la homeostasis se conecta con la mente y se convierte en deseo, y el deseo satisfecho se transforma en placer. Así, la deshidratación física se convierte en un poderos deseo llamado sed, el déficit energético se convierte en el deseo llamado hambre, y, de igual manera, por necesidad intrínseca de la perpetuación de la especie, llegado el momento, aparece el deseo autónomo e irreprimible de ejercer la sexualidad, aunque los humanos, muchas veces, explotemos más el módulo placer. La inteligencia artificial no siente deseos ni placeres, no tiene módulos psicobiológicos, afortunadamente, todavía.
El movimiento, el deseo y el placer: una Santísima Trinidad mental.
Sin embargo, aunque los deseos son sensaciones-emociones necesarias, no son suficientes para satisfacer las tentaciones y necesidades fisiológicas animales del cuerpo. Así las cosas, cuando el módulo psicobiológico del cerebro reptiliano siente un deseo, tiene que transformarlo en movimiento traslacional inteligente llamado motricidad. En gambetas a la vida y a la muerte, tipo Messi, si se quiere, y para ello le toca impulsar las conductas y comportamientos sociales del animal hacia la búsqueda activa de las cosas que satisfacen esos deseos: agua, comida y sexo, que, además, hay que decirlo, le producen un inmenso placer al ser consumidos. Luego, placer es la emoción que se siente cuando se satisface un deseo,
Véase, entonces, que deseo y placer son un binomio, separado por la motricidad, y los tres juntos son una Santísima Trinidad, tres cosas distintas y una sola función verdadera. Los tres, aunque viven juntos en el mismo piso no viven revueltos. Ya sabemos que en el “circuito dopaminérgico del deseo”, o “circuito mesolímbico”, en el primer piso, tienen residencia las neuronas del deseo y del placer, mientras que las de la motricidad viven en los ganglios basales, también en este sótano, pero comparten habitáculo con otras redes en el tercer piso llamado área motora de la corteza cerebral.
El miedo ¡Uy!
Existe en el cerebro reptiliano otra emoción, otro módulo psicobiológico, tan viejo, primitivo y poderoso para impulsar la acción humana. Es el miedo. Que es una especie de excitación bélica de una red neuronal (núcleo amigdalino) que obliga al animal a poneren marcha las acciones, conductas y comportamientos sociales adecuados para la búsqueda de territorio, cobijo y protección. Son un contingente importante de las neuronas de la guerra que nos predisponen a luchar o a huir.
El cerebro reptiliano no es sentimental, no piensa ni razona, eso apareció después en el segundo y tercer piso.
La función de la cueva más arcaica y oscura de la mente humana, heredada evolutivamente de las serpientes, conforme a las órdenes dadas de manera imperativa por el hipotálamo, la hipófisis, los ganglios basales y el tallo cerebral, que son los nombres médicos de estos órganos neuronales y glandulares que en esa cámara del bien y del mal residen, es conservar el bienestar y la vida del individuo, y ayudar a preservar su especie, a cualquier costo, sin importar la suerte de los demás, ni los daños colaterales secundarios. No conoce de obligaciones morales, ni de ideologías, ni creencias religiosas. No hace juicios de valores, ni tiene en cuenta principios éticos ni principios del deber. Tampoco existen aquí la compasión y la piedad, pues estas son sentimientos, y ya dije, en esta antigua y primitiva psicobiología no existen sentimientos, solos emociones duras, de supervivencia.
En términos políticos y sociales modernos, podríamos decir que la psicobiología del cerebro reptiliano -el deseo, el placer y el miedo-, es una especie de cerebro maquiavélico instintivo, capaz de cometer las mayores atrocidades y violencias sin ninguna preocupación moral, ética ni estética, llevando al ser humano a comportarse como un animal salvaje, así, esta parte del cerebro humano explica muchas de las pasiones bajas de la humanidad, que serán tema de otra parte de este ensayo.
La doble moral de la humanidad.
La humanidad peca con la mano izquierda y con la derecha tapa su pecado. El retablo diocesano es claro. Eva, impulsada por el deseo y el placer emanados de su cerebro reptiliano, alarga su mano izquierda hasta la altura del mal, representado por los ojos bien abiertos del rostro de la sierpe. Mientras, la vergüenza, con su mano derecha tapa sus partes vergonzantes con una inútil hoja de parra.
La vergüenza es otro módulo psicobiológico, fabricado posteriormente junto con otras emociones y los complejos y elaborados sentimientos humanos, en el amplio y espacioso segundo piso del cerebro humano llamado sistema límbico, que veremos después en otra parte de este ensayo.
Dios se arrepintió, pero ya era tarde.
La verdad, siendo la psicobiología del cerebro reptiliano lo que es, hecho a imagen y semejanza del Creador, pero con humanísimas materias humanas, el resultado no se hizo esperar, y Dios se arrepintió:
Génesis 6:
Y vio Jehová que la maldad de los hombres era mucha en la tierra, y que todo designio de los pensamientos del corazón de ellos era de continuo solamente el mal.
Y se arrepintió Jehová de haber hecho hombre en la tierra, y le dolió en su corazón.
Y dijo Jehová: Raeré de sobre la faz de la tierra a los hombres que he creado, desde el hombre hasta la bestia, y hasta el reptil y las aves del cielo; pues me arrepiento de haberlos hecho.
Ya era muy tarde. El mundo y las estrellas y el universo, ya estaban girando, así como dijo otro Galileo. Y así se quedaron. Dios no nos hizo ángeles buenos. De nada le valieron la expulsión de Adán y Eva del Paraíso, el ahogamiento total del Diluvio Universal, ni la violenta destrucción de Sodoma y Gomorra, porque en la Tierra, la vida, para muchos hoy, es el Inferno de Dante.
Adendum.
“El Renco”, el noble, pero sin vergüenza burro de la Niña Pacha, el más erótico, jamás visto en predios de La Guajira, también como Eva y Adán, fue víctima del voraz incendio venéreo. Y, como ellos, también pecó y fue expulsado de la iglesia de Fonseca y puesto preso, junto con dos ladrones de gallina, por la violación de una pollina en plena misa de Domingo de Ramos, pero esa es otra parte de este ensayo neurocientífico, histórico y humanístico.
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