A propósito de la nueva normalidad que nunca fue
Por Juan Carlos Arboleda Z. – Editor EL PULSO
El mundo lleva ya más de 18 meses hablando de un virus que además de los millones de muertes causadas, ha movido algunas de las estructuras sociales que hasta hace poco se percibían como inmutables.
Cuando la mayoría de los países del mundo declararon el confinamiento total como estrategia de choque contra el SarS-Cov2 (con excepciones que deben ser estudiadas en sus resultados como Suecia), el argumento central fue la existencia de una grave crisis sanitaria a nivel planetario, sin embargo algo más se estaba cuestionando aunque muy pocas las voces llamaran la atención sobre ello: la globalización y el modelo de desarrollo contemporáneo.
Y es que el confinamiento va en contravía de las reglas fundamentales del neoliberalismo y su principal bandera: el libre comercio. Fronteras cerradas, aeropuertos paralizados, prohibida la libre circulación de las personas, conllevaron a una crisis en las economías tanto personales como empresariales e incluso nacionales, el PIB de la mayoría de países cayó ostensiblemente, aunque como siempre sucede en las crisis, algunos sectores económicos crecieron incluso de manera desmesurada, las farmacéuticas son un ejemplo.
Estas condiciones llevaron a plantear un discurso que tenía interpretaciones contradictorias. El mundo se enfrentaba a una “nueva normalidad”, lo que bien podía significar una reflexión sobre las formas de hacer y de vivir en las actuales sociedades, o la necesidad de pausar el ritmo de crecimiento económico y el concepto de desarrollo, o quizás simplemente la urgencia de adoptar medidas de bioseguridad personales que alterarían las interacciones sociales.
Para julio de 2021 esa “nueva normalidad” parece haberse esfumado y las ciudades han retomado el vértigo tradicional, la mayoría de las personas comienzan a recuperar los afanes y preocupaciones anteriores, y los gobiernos focalizan sus acciones en la recuperación de los sectores macroeconómicos.
El caso de Francia, país del primer mundo, es un buen ejemplo de lo que pasará muy probablemente en el resto de naciones. El presidente Emmanuel Macron, quien durante todo su mandato se había opuesto a entregar ayuda financiera a los hospitales públicos, mostrándose fiel al neoliberalismo a ultranza que representa, al principio de la pandemia sorprendió al mundo cuando reconoció la necesidad de un sistema de salud público y llegando a afirmar que la salud no podía entregarse a las leyes del mercado.
Este cambio de postura obedecía a una realidad que mostraba escasez de mascarillas, de material médico, de camas en los hospitales, de gel hidroalcohólico, de blusas y material de protección para el personal sanitario, de medicinas, e incluso de bienes de primera necesidad.
En ese momento, Francia, la gran potencia europea, vivía el lado oscuro de la globalización y la pérdida de autonomía sanitaria y económica; con una producción que se puede ubicar en cualquier territorio del planeta, y donde lo único importante es tener los recursos suficientes para adquirirlos, la dependencia se vuelve total en los sectores claves para el funcionamiento de una sociedad.
“Habrá que cambiar el modo de producción, para evitar esa dependencia”, afirmó Macron. Sin embargo, una vez pasada la ola más fuerte del coronavirus en Francia, la declaración se quedó en una promesa incumplida, casi que pareció un desliz del mandatario en medio de la tragedia. El presidente francés también había dicho: “el mundo de mañana debe ser diferente del de ayer” y para los residentes en el país galo todo indica que será así, pero mucho peor.
Las condiciones de trabajo no han mejorado, la contratación del personal sanitario no ha crecido y sus salarios continúan siendo bajos frente a sus responsabilidades, los hospitales públicos siguen amenazados, el control sobre los ciudadanos se fortaleció, y con la reapertura de fronteras parece que la angustia por la ausencia de autonomía se ha olvidado.
La obsesión del gobierno hoy es evitar un confinamiento total o una parálisis general de la economía, y para ello viene implementando medidas que se anuncian como estrategias para proteger a la población del COVID, pero que en el fondo salvan a la economía garantizando que los mercados (ciudadanos) regresen al papel de consumidores habituales.
Este panorama se aleja de la distopía que mostraban los noticieros y las redes sociales digitales en los meses de abril y mayo de 2020, pero no nos aleja de la sindemia dejada al descubierto por el COVID-19. En los países del sur global todo indica que la tendencia para la aparente recuperación será la misma, y es acá donde cabe preguntarse, ¿recuperación hacia dónde?
Si se observa solo el aspecto relacionado directamente con la salud, es indudable que el debilitamiento de la salud pública y su gestión desde los territorios donde habitan las personas fue un coadyuvante para el agravamiento de la pandemia. Pero también debería ser una conclusión, la importancia que tienen los Estados para la gobernanza de los sistemas sanitarios más allá de las leyes del mercado, incluyendo un aspecto primordial como es la investigación, desarrollo y producción de los fármacos necesarios para la recuperación de la salud.
El mundo quedó en manos de unas pocas casas farmacéuticas que han dictado las condiciones para acceder a una especie de “cura milagrosa” y mientras unos pocos países acapararon casi toda la producción de vacunas, otras naciones, por desgracia la mayoría, se han visto sometidas al azaroso juego de esperar recibir las dosis restantes que caigan como limosnas o restos de un banquete al cual no han sido convidadas.
Así las cosas, la “nueva normalidad” ha dejado de ser la esperanza de lograr un mundo más equitativo y equilibrado, para convertirse en otra oportunidad para que los mismos profundicen su modelo de desarrollo, pero esta vez, con una población mundial más atemorizada.
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