En el marco de lo actual y del futuro cercano, ya somos muchos y cada vez una mayor proporción de la población, quienes percibimos claramente que hemos atravesado un umbral, que hemos pasado la puerta de ingreso a la vejez.
Por Jorge Diego Acosta C. – Presidente Assosalud – Vicepresidente Colegio Médico Colombiano
Veo a mi padre, otrora tan activo, tan firme y tan altivo, devenir en un ser quedo, callado e indiferente.
Su cerebro declina y, por ende, su conciencia progresivamente se sumerge en una bruma más densa cada vez, que va diluyendo los fantasmas de la memoria, reduciendo y limando el raciocinio, difuminando las percepciones, aplacando el deseo y ralentizando las reacciones, todo tipo de respuestas; camina a la apatía y a la ataraxia; se apaga lentamente su ser y su pensar.
Es triste, pero natural, aunque haya proyectos científicos en marcha que están orientados al estudio y la aplicación de programas que no solo prolongarían aún más nuestras expectativas de vida, sino que, yendo más allá, proponen por primera vez con posibilidades de éxito, obviar la muerte.
Tal vez la ciencia y la tecnología puedan lograrlo, superando nuestra naturaleza. ¿lo alcanzaremos, lo queremos, lo permitiremos? Se abre un debate inédito en la historia.
Un debate filosófico, ético, social y político, que excede el propósito de esta nota y la comprensión de su autor, pero que es necesario señalar como horizonte fáctico y conceptual del tema planteado.
En el marco de lo actual y del futuro cercano, ya somos muchos y cada vez una mayor proporción de la población, quienes percibimos claramente que hemos atravesado un umbral, que hemos pasado la puerta de ingreso a la vejez.
Sin fecha definida, unos más temprano que otros, hemos llegado con una carga previa de salud diferente, peor o mejor dotados, de acuerdo con el estilo de vida -es un logro de esfuerzos personales dentro de unas posibilidades concretas- y a un porcentaje significativo de suerte, la cual comienza con la lotería genética y continúa con ciertas circunstancias concretas: familiares, de clase, ambientales y culturales que nos tocaron sin haberlo elegido.
Unos llegamos mejor o peor equipados que otros en lo biológico–corporal, lo mental, lo anímico y lo relacional–cultural. Todos diferentes, no hay dos procesos iguales de envejecimiento así hayan rasgos y características comunes.
Cada vejez es única; por tanto, la atención a la vejez también debe ser individual, única y diferenciada.
Como toda nuestra “máquina” biológica, incluyendo el cerebro, sede del pensamiento, las emociones y la conciencia, entran en un proceso progresivo de deterioro, más o menos lento, todos nuestros mecanismos naturales se van apaciguando y se hacen más frágiles; nuestras defensas físicas y síquicas decaen, por lo que nos afectan variadas enfermedades, principalmente crónicas e incapacitantes, aunque cada día sus efectos puedan ser amortiguados y aplazados por los avances médico- científicos y la cultura eficaz del buen cuidado y autociodado.
Pese a que el olvido carcome lentamente la memoria y el pensamiento se oscurece, puede constatarse que algunas mentes CULTIVADAS coronan el brillo máximo de su expresión pensante durante la vejez; más que predisposición genética, principalmente porque son fruto acumulado de unas aptitudes, aprovechadas por una gran curiosidad investigadora, método, dedicación, disciplina, experiencia, calidad de la información recolectada, y un enfoque asertivo que plantea las preguntas apropiadas, dando lugar a seres brillantes en su madurez, aquellos que dejan el más valioso legado, los grandes pensadores.
Para la gran mayoría, en una primera etapa, antes de la decrepitud, puede darse un periódo magnífico de intensa vida familiar, social y cultural, muy ligada al desarrollo económico, social y político de su país, especialmente de su sistema de salud y de las condiciones de jubilación y retiro.
En la etapa final, cuando hay un grado significativo de invalidez y se requiere ayuda para cumplir las funciones o necesidades básicas, el objetivo social es el cuidado de los ancianos: que pasen sus días tranquilos, sin sufrimiento, sin dolor, ansiedad o depresión; adecuadamente nutridos, hidratados, limpios, a temperaturas agradables, acompañados y queridos.
Debemos prepararnos y el sistema de salud debe aprestarse para ello, porque los cambios demográficos nos indican que estamos a punto de tener una población conformada casi mayoritariamente por ancianos pobres, sin jubilación, sin cuidadores o que no cuentan con las condiciones para serlo dignamente.
Las enfermedades de alto costo y la necesidad de los cuidados intensivos o la necesidad de tratamiento para múltiples patologías o complicaciones se multiplicarán.
En la enfermedad terminal o en el proceso final de la vida, el derecho a una muerte digna tiene que ser el objetivo central del sistema de salud, de las familias, de la sociedad y de nuestras profesiones, esencialmente humanitarias.
Los cuidados sociales y ambientales del anciano con el grado de discapacidad que tenga (todo anciano lo es en alguna medida), los tratamientos debidos a la carga de la enfermedad; los cuidados intensivos y paliativos requeridos por esta población; el no ensañamiento terapéutico, así como la cesación indicada y oportuna de esfuerzos terapéuticos; la eutanasia y el suicidio asistido ética y profesionalmente bien sustentados y la asistencia afectiva y espiritual; se deben agrupar bajo la denominación de los cuidados al final de la vida y ligarlos al derecho fundamental a la salud.
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