¡Uff, qué locura!
PARTE V
La dopamina: el neurotransmisor del emperramiento
Por Stevenson Marulanda Plata – Presidente Colegio Médico Colombiano
El fin de esta historia: el suicidio de Bruce/Brenda/David.
Sucedió el cinco de mayo de 2004 en el parqueadero de un supermercado de su natal Winnipeg, Canadá. Allí, desesperado, había llegado con una escopeta de dos cañones recortados, después de discutir amargamente con su esposa. También llevaba un aneurisma disecante del alma que le había erosionado a ras la bioquímica de la felicidad, le secó las ganas de vivir, le arrugó el espíritu y se lo acurrucó y embutió en un oscuro y sórdido callejón sin salida.
Mi biografía de la dopamina, de la noradrenalina y de la adrenalina.
Yo conocí a la dopamina y a sus primas hermanas, noradrenalina y adrenalina, trío genéricamente denominado “catecolaminas”, en la primera unidad de cuidados intensivos que hubo en Colombia, ocurrencia y gestión estas de “El Loco Gómez”, en el Hospital San Juan de Dios de Bogotá, en la época que Colombia fue declarado uno de los diez países más peligrosos y violentos del mundo. Estábamos en guerra total. Y, ciertamente, los niveles de adrenalina de la Nación eran muy altos. Era la década de los ochenta, la década de la “marimba” y del comienzo del imparable reinado del poder de la cocaína (“El Cuco”), de los 24 frentes de la Farc que controlaban el 40% del territorio nacional, del apogeo del M19 y de otras guerrillas, de 122 grupos paramilitares (“paracos”), de dos años de Turbay, cuatro de Belisario y cuatro de Barco, de extinción a bala de todo un partido político de izquierda y de cuatro candidatos presidenciales, de masacres, de terrorismo y de desplazamientos faraónicos, de procesos de paz fallidos, de la elección popular de alcaldes, del inicio de la compra industrial de votos y del doloroso parto de la corrupción a gran escala.
“El chácaras de burra vieja” y mi adrenalina: la sustancia de la guerra.
Mis propios niveles sanguíneos de adrenalina eran altísimos. Vivía todo el tiempo nervioso de oír, ver y sentir tantas malas noticias: sucedió cuando cierta vez nos fuimos con un amigo de Aracataca, no recuerdo el nombre, dicharachero como todo “cataquero”, y con mi hermano Robinson (Q.E.P.D) a una tarde dominguera al barrio Bonanza de Bogotá, donde mi hermano mayor estaba enamorado. Un poco pasadas las diez de la noche, yo decido irme a acostar, el día siguiente era lunes y tocaba trabajar. Nuestro amigo, Cantillo, creo era su apellido, decidió que me acompañaba con la condición de que lo dejara en su casa, pues no era tan distante de la mía. A mitad de viaje, mi carro, un muy usado Renault 12 blanco, tomó su propia decisión, y dijo: hasta aquí los trajo el río, y se varó. “Cantillo”, con quien me pasé tarareando toda esa tarde – noche un raro sonsonete con música y letra Caribe, muy gracioso, por cierto, seguramente invención de él, porque más nunca lo he oído que decía: “chácaras de burra vieja y peos de mariposa mona”, resolvió coger un taxi, un resplandeciente Buick negro grande, y dejarme solo a esa hora, tirado en una fría y neblinosa calle bogotana. El pobre, tenía afán.
Mi sangre se heló, mi corazón corría como un caballo desbocado jineteado por una valquiria loca, mis manos, mis sobacos y toda mi piel se descuajaban de un sudor frío y pegachento, la correntía de aire por mis pulmones era un tsunami, mi presión sanguínea seguramente pegaba al cielo, mis dos glándulas suprarrenales tenían que ser nubes huracanadas que llovían a borbotones corrientes fúricas de adrenalina, tanto que, mis dos pupilas se espernancaron incrédulas como el dos de oro en el noveno piso del hospital San Juan cuando la pantalla del TV dijo en tono seco: Atención, atención, última hora, acaba de estallar en el aire por los alrededores de Soacha un Boeing 727 de Avianca que cubría la ruta Bogotá Cali, todos sus 107 ocupantes murieron. Eran las ocho de la mañana del lunes 27 de noviembre de 1989, a la sazón, yo, profesor de Cirugía de la Universidad Nacional de Colombia, y en esos momentos me disponía a instruir a los residentes, internos y estudiantes del “glorioso” Grupo V en una operación programada en ese viejo y nostálgico San Juan.
“Cantillo”, mi amigo parrandero, “El chácaras de burra vieja” estaba en la lista. Me dejó tirado porque a las seis tenía que estar en el Aeropuerto El Dorado y abordar el vuelo 203. Era empelado de la Contraloría y le tocaba hacer una diligencia en Cali.
Igual me sucedió con:
Rodrigo Lara Bonilla (ministro de justicia). El coronel Jaime Ramírez Gómez (director de la Policía Antinarcóticos). El coronel Valdemar Franklin Quintero (comandante de la Policía de Antioquia), y con tantos policías más. Los noventa y ocho muertos del Palacio de Justicia y de sus once magistrados. Carlos Valencia García (Magistrado del Tribunal Superior de Bogotá), y con tantos jueces y abogados más. Don Guillermo Cano Isaza (director del valeroso y prestigioso periódico capitalino El espectador) y con tantos periodistas más. La muerte de mil quinientos campesinos inermes en ochenta masacres. Los candidatos presidenciales: Luís Carlos Galán, Jaime Pardo Leal, Bernardo Jaramillo Ossa y Carlos Pizarro Leongómez. Carlos Mario Hoyos (Procurador General de la Nación). José Antequera (donde resultó herido Ernesto Samper Pizano quien estuvo en UCI y lo salvó la dopamina, la noradrenalina y la adrenalina que le puso “El Loco Gómez” en la Clínica Santa Rosa). El atentado terrorista del DAS y contra tantos otros investigadores y población civil. Los colegas médicos Antonio Roldan Betancur (gobernador de Antioquia) y Héctor Abad Gómez (maestro de salud pública, profesor de la Universidad de Antioquia y fundador de la Escuela Nacional de Salud Pública que hoy lleva su nombre),
“El Loco Gómez” fue quien nos enseñó a usar la dopamina, la noradrenalina y la adrenalina en la UCI.
Estas sustancias, entre otras cosas, fueron las que le salvaron la vida a Samper e hicieron que este eminente profesor, Alonso Gómez Duque, fuera ministro de salud en la década siguiente.
Con el profe Gómez, para quien mi patrón fijo de saludo rutinario era “Ajá profe” a lo que él me contestaba “Ajá Marulo”, fue que la primera generación de anestesiólogos, intensivistas, internistas y cirujanos de Colombia, aprendimos a usar estas poderosas moléculas que apoyan de manera eficiente el sistema circulatorio y la oxigenación de los tejidos. Me acuerdo que la dopamina la usábamos en venas periféricas en microgotas a goteo lento, a “dosis dopaminérgicas”, decía el sabio profesor. En estas cantidades la dopamina tiene un efecto protector del riñón, dilata su circulación y lo pone a orinar bien. Mientras que la noradrenalina y la adrenalina, son muy potentes y toca manejarlas con más cuidado en bombas de infusión mecánica puestas en una vena del centro del cuerpo
La dopamina: el neurotransmisor del emperramiento por el poder político, por el dinero y por el sexo.
La dopamina, y también la noradrenalina, además de los efectos que salvaron a Samper Pizano, son neurotransmisores. Me explico, un neurotransmisor es “algo” que transmite “algo” de una neurona a otra. El primer “algo” es una sustancia química que, empujada por pulsos eléctricos (potencial de acción), recorre los circuitos (“chips”) de redes neuronales utilizando el espacio (sinapsis) que existe entre una y otra neurona. Y, el segundo “algo”, es el mensaje químico en sí. En metáfora: el primer “algo” la carta: el segundo “algo” es el mensaje escrito en la carta. Entonces, la dopamina y la noradrenalina son cartas; y el mensaje que lleva escrito la carta, en el caso de la dopamina, es el emperramiento por el poder político, por el dinero, por el sexo y por todo lo que nos gusta. El mensaje que lleva la noradrenalina es la concentración mental. Así entendemos que cada neurotransmisor tiene su propio mensaje.
La dopamina es la molécula del deseo obsesivo: del emperramiento por una cosa o una causa.
La dopamina es la mensajera de la ambición y permanentemente hace que queramos cosas. Es la fuente inagotable del deseo puro. Siempre te está diciendo ¡dame más! La dopamina es la molécula de la ilusión pasionaria.
El circuito del deseo de la dopamina es potente, motiva, estimula e influye enormemente en las decisiones que tomamos. Ese poderío de la compulsión dopaminérgica —el cultivo químico del deseo, la sensación de querer más y más—, la adicción abrumadora de las ansias dopaminérgicas, fue lo que hizo que las guerrillas, “El Cuco”, “los paracos”, los partidos políticos y algunas “familias bien” de Colombia, se embelesaran y se emperraran por el poder del dinero del narcotráfico, del Estado y de la corrupción, y convirtieran a Colombia en la década 80-90 en esa orgía de dopamina, adrenalina y sangre, cosa que “El Loco Gómez” y nosotros ignorábamos por completo cuando las infundíamos en las venas en aquellos tiempos en la UCI del extinto San Juan. Aunque la dopamina había sido descubierta en el cerebro, en 1957 en Londres, no se sabía que desempeñaba ese oficio en las neuronas.
Adendum. Todavía hoy, y no sé por qué, nos decimos por apodo “Viejo Chácaras de burra vieja” con Raúl Sastre Cifuentes, exdecano de la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional de Colombia, y compañero mío.
Fonseca La Guajira
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