Por Stevenson Marulanda Plata – Presidente CMC
Sucreños, cordobeses, bolivarenses, atlanticenses, magdalenenses, cesarenses, guajiros y hasta opitas éramos, todos encaramados en ese prodigioso entarimado natural, de compinches con estíticas y resplandecientes nubes veraniegas, allá en el horizonte, entre la Nevada y el Cerro Pintao, el mítico valle de los acordeones.
La tarde, casi noche ya, avanzaba, y en medio de esa porfía tarde noche tarde, el brío de un fantasma se sentía rondando en el ambiente.
Los puyes, cañaguates y guayacanes, y todas las cizañas de esa atigrada arboleda, se amugaron, sintieron el pretinazo de la honda herida.
Fue cuando el amarillo nostálgico rememorando la memoria, soltó el requiebro, apenas el vástago ensombrerado, genético puro, idéntico a su padre, hincó y puyó esas cicatrices que no cicatrizan…
“Que yo tengo una herida muy honda que me duele,
“Que yo tengo una honda herida que me mata,
“Y un hombre así mejor se muere
¡Ay! para ver si así descansa.”
El fantasma de Colacho andaba suelto de madrina por todas partes, enredado en las notas y en las añoranzas de Morales, de Emilianito, de Escalona, de Pumarejo, de Luis Enrique, de Ricardo, y de toda esa casa y de su naturaleza, y de tantos otros inmortales que todavía andan por ahí cabalgando como El alazanito.
Era otro guayacán, era Wilber, su hijo.
Bogotá, Julio 5 del 2021
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