Alicia, que había nacido el 14 de diciembre de 1922, iba a cumplir 19 años cuando murió aquel fatídico domingo siete de abril de 1940, sin poder tener su primer hijo o hija, que esperaba de un músico de acordeón “borracho maldito, feo e indigno de mi bella hija”.
Por Stevenson Marulanda Plata
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Alicia Adorada, la que murió solita, murió rogándole Dios y a todos sus santos que no la dejaran morir.
¡Pero qué va! Dios en la Tierra no tiene amigos, todo fue en vano. Alicia, como Remedios, la bella, se fue.
—Tenía las piernas hinchadas, estaba llena de mordiscos por todo el cuerpo y sangraba por los dientes—, afirma María Polo, su cuñada y vecina allá en Flores de María, aislado, mítico y mísero caserío entre burros, el polvo y la escasez del verano, y la maleza y los lodazales de las correntías invernales, a dos horas de Fundación, donde vivía.
—Le cayó gradera y falla de sangre, y no la aguantó. Y ajá, uno de pobre—. Remató la hermana de Juancho, luego de un profundo y lastimero suspiro.
La eclampsia es una letal enfermedad que se presenta en mujeres embarazadas, debido a la intoxicación de la sangre por unas sustancias venenosas producidas en la placenta. Casi siempre ataca a primerizas después de las 20 semanas de gestación.
Alicia, que había nacido el 14 de diciembre de 1922, iba a cumplir 19 años cuando murió aquel fatídico domingo siete de abril de 1940, sin poder tener su primer hijo o hija, que esperaba de un músico de acordeón “borracho maldito, feo e indigno de mi bella hija”.
Sus piernas estaban hinchadas porque sus riñones dejaron de orinar. La terrible inflamación de la sangre taponó sus micro filtros, fue así que las toxinas y los líquidos corporales de Alicia Adorada se acumularon, y abotagaron aquella esplendida anatomía que un día volvió loco de amor romántico a ese trovador ambulante, que Felicidad Mendoza, su mamá, odiaba con tanto ardor porque se la había raptado una noche en un operativo de burros, trochas y connivencias de amores furtivos en trojas, patios y tras patios.
Así y todo, sus elefantiásicas piernas no dejaron de doblar sus adoloridas y suplicantes rodillas, rogando al cielo su sanación.
Esfuerzo inútil, porque aquel sueño profundo ¡ay hombe! la vida le volvió nada. A ella. ¿Y a su niño o niña? Nadie volvió a hablar de ese olvido que llevaba en su vientre. Pobre Valencia.
Esta hoguera inflamatoria, tan parecida al Covid19, es tan maldita, que a las pacientes eclámpticas es como si le picaran mil víboras cascabel el mismo instante.
Ella no sangró por los dientes, como dijo su cuñada, sino por la encía, y las marcas de la piel no son mordiscos, sino sangre licuada y derramada en las entrañas de la piel, que nosotros los médicos llamamos equimosis. Este derrame sanguíneo o “falla de sangre”, como de manera humilde dijo María, técnica y científicamente es una falla real y cierta de los mecanismos de coagulación de la sangre, que en lenguaje médico llamamos Coagulación Intravascualar Diseminada (C.I.D).
Seguramente Calixta Alicia Cantillo Mendoza, hizo hipertensión arterial y falla renal, y me imagino yo, que también convulsionó antes de morir; porque Alicia, la mujer que se volvió canción, la mujer de Juancho Polo “Valencia”, el histórico trovador, sin temor a equivocarme, murió de eclampsia. Su primerizo embarazo, la hinchazón de piernas, los moretones por todo el cuerpo y el sangrado por las encías, no me dejan ninguna duda.
—A los tres días, como loco y desmentizao llegó el compadre Valencia a Flores, estaba parrandeando en Pivijay— dijo un compañero de trago.
Pero solo encontró la pila de tierra muda, encima, una cruz de palo, y sobre ella, unas flores de monte ya retostadas por el sol, y así, en medio de las atosigantes recriminaciones de familiares y amigos, este poeta campesino, filósofo elemental, con la cincha de dolor que le aprisionaba el pecho, en el escueto cementerio pisó la tierra recién movida y unas flores recién muertas, y encima se cinchó el acordeón, brotando entonces:
—Como Dios en la Tierra no tiene amigos, como no tiene amigos anda en el aire, tanto le pido y el pido ¡ay hombe! y se llevó a mi compañera.
Juancho tenía razón. Él sabía como instintivo filósofo nietzscheano, que Dios no iba a oírlo, como tampoco sus santos oyeron los ruegos de Alicia, pero se la cantó.
Le hizo saber al Supremo Creador que aquí en la Tierra estaba haciendo falta, que mientras Él, como una metáfora que nos excede cual “lucero espiritual más alto que el hombre, que no sabe uno adónde se esconde en este mundo historial,” andaba muy despreocupado y tranquilo “flequetando” por los aires, mientras la gente aquí sufría lo indecible.
Juan Manuel Polo Cervantes, su verdadero nombre, es una de las profundas raíces que aún sostienen, alimentan y mantienen vivo, fértil y pródigo el árbol de la música de acordeón en el Caribe colombiano, y especialmente a la música vallenata.
Fue una mezcla auténtica de juglar y trovador. Lo primero, porque era trashumante, pobre y parrandero itinerante; lo segundo, porque además de ser visionario y trascendente, veía lo que la mayoría de la gente no, y hacía canciones con gran contenido filosófico y de alta calidad estética. Razón esta por lo que sus amigos de parranda lo apodaron Valencia, en honor al poeta payanés Guillermo León Valencia que llevaba dentro, y de quien recitaba de memoria sus poemas. Por eso se inmortalizó como Juancho Polo Valencia.
Juancho Polo “Valencia” hace parte de una tanda de legendarios acordeoneros y cantautores de esta música afrocaribe.
Nació en Concordia, corregimiento de Cerro de San Antonio (Magdalena), y su cuerpo murió de sesenta años en 1978 en Fundación.
Su memoria y la de su Alicia Adorada viven en nosotros y vivirán en quienes nos sucedan por los siglos de los siglos. Amén.
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