Actualidad, Editorial

La verdadera batalla cultural


Por Stevenson Marulanda Plata

“Somoza puede que sea un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta”.

Franklin D. Roosevelt

Salón Oval, 1939.


Mientras, con parsimonia andante, Roosevelt mascaba la boquilla de su cigarro en su silla de ruedas, le llegaban cables con noticias bananeras.

—Señor Presidente —entonó Cordell Hull, su secretario de Estado, con voz de sacristán—, el general Anastasio Somoza se ha hecho dueño y señor de Nicaragua. No es precisamente un santo varón: roba tierras y caza campesinos con jauría de mastines como pasatiempo dominical, fusila opositores como quien apachurra mosquitos y fornica viudas que él mismo fabrica.

Washington, como imperio que se respete, no necesitaba santos, sino diablos funcionales. Su evangelio imperial se ha escrito con la tinta indeleble de los siglos. Desde el Imperio acadio de Sargón, en el siglo XXIII a. C., pasando por el Egipto faraónico, Asiria, Babilonia, Persia, Roma, Bizancio, el islam califal, el Imperio mongol, el otomano, el español, el británico, el chino, el ruso, el japonés, todos sin excepción, han funcionado con el mismo genoma del poder imperial: conquista militar, explotación económica, imposición cultural y política, opresión y propaganda.

Anastasio Somoza, dictador de confianza y administrador colonial eficiente, garantizaba ese evangelio imperial al pie de la letra. Su obediencia servil protegía un vasto imperio bananero: glaucos mares de platanales infinitos atravesados por ferrocarriles, puertos y bancos de la United Fruit Company.

Franklin D. Roosevelt sonrió con rictus de zorro viejo y, con una bocanada de humo, soltó la célebre sentencia:

Somoza may be a son of a bitch, but he’s our son of a bitch.

El déspota tropical, criatura horripilante e imprescindible, ladrón servicial y bestia domesticada, quedaba así justificado moralmente: era un hijo de puta, sí, pero un hijo de puta propio, un peón corrupto y necesario en el ajedrez eterno del evangelio imperial.

El péndulo maldito

A Nicaragua, aquella maldición le trajo otra igual o peor: Daniel Ortega. En Cuba, el péndulo giró de Batista, mafioso de casinos, a los Castro, trogloditas de partido único. En Venezuela, pasó de las oligarquías de Acción Democrática y COPEI a la revolución chavista, devenida en tiranía apocalíptica y narcoterrorista.

Y en Argentina, de los generales genocidas a los Montoneros que alimentaron la espiral de violencia, al peronismo eterno que, disfrazado de igualdad y justicia social, sembró clientelismo y populismo, para luego condenar a la pobreza crónica a un país rico, devorado por la inflación y la corrupción.

La maldición en Colombia: la violencia política perpetua

Aquí no ha habido Somozas ni Batistas; tampoco Ortegas, Chávez, Castros ni peronismo. El péndulo maldito entre dictadores y caudillos no existe. Existen dos polos violentos.

El primer polo, la clase política tradicional: egoísta, cerrada y excluyente, desde los albores de la República concentró el poder en pocas familias y lo convirtió en hacienda privada. Pactó alternancias entre dos partidos, negó la reforma agraria, despojó y desplazó campesinos, manipuló elecciones, reprimió con sangre, asesinó caudillos y aniquiló a todo un partido disidente.

De ese vientre nació el segundo polo: la insurgencia guerrillera. Así, la maldición en Colombia tomó sus peores rostros: la violencia política perpetua y generaciones enteras criadas en la guerra.

La espiral alcista de la degeneración

En Colombia, los dos polos que marcan nuestra historia —la política tradicional y la guerrilla— no se quedaron quietos: ambos se degeneraron en una espiral ascendente de violencia y podredumbre.

El primero, o mejor, su ala más radical, para contener a su engendro —la guerrilla— incubó el paramilitarismo.

El otro polo, la insurgencia guerrillera, que alguna vez prometió justicia social, dejó de ser proyecto político para volverse empresa criminal. Perdió toda vocación idealista: se degradó en secuestros, masacres, terror y pactos con carteles de la droga.

Y ambos polos, como si se miraran en un mismo espejo criminal, terminaron consumiéndose en las brasas ardientes del narcotráfico.

Así, el protoplasma político, la sustancia fundamental de la Nación, se fue tiñendo de una nube negra, sistémica e indeleble: la corrupción.

Los cisnes negros y los “our son of a bitch”

La moral no es patrimonio exclusivo de una sola orilla. En todos los bandos habitan cisnes blancos —incorruptibles, puros y castos—, pero también cisnes negros: legítimos “our son of a bitch”, corruptos, oscuros y bandidos.

Lo común, casi la regla, en la política colombiana es que cada facción niegue o ignore —como Pedro a Cristo— sus propias manchas morales, a pesar de que estas abundan como selvas frondosas de diferentes tallas y raleas en todos los partidos y administraciones.

De este modo se engrosa, sin descanso, el prontuario compartido de los dos polos que han marcado la historia de Colombia y que, en tiempos recientes, se disputan el poder bajo las etiquetas de derecha e izquierda.

Ejemplos de cisnes negros “our son of a bitch” en la política criolla

Típicos hijos de puta funcionales, creados o tolerados por las élites para sostener el poder:

Paramilitarismo

Inventado como autodefensas legítimas, resultaron ser cisnes negros de masacres, despojos y connivencia estatal. “Our son of a bitch” de la derecha radical: robaron tierras, desplazaron campesinos, aseguraron votos, y garantizaron el “orden” conveniente para terratenientes, políticos y empresarios.

Narcotráfico

 Cisne negro negado como fenómeno político, pero convertido en “our son of a bitch” útil para todos los bandos. Lubricó la corrupción, sostuvo clientelas y apelmazó la connivencia entre crimen y poder: financió campañas, guerrillas, compró jueces y corrompió todas las autoridades del Estado.

Falsos positivos

Maquillados como bajas legítimas en combate, fueron cisnes negros de inocentes asesinados. “Our son of a bitch” militar y político que infló “éxitos”, justificó prebendas castrenses, atrajo presupuestos internacionales y sostuvo la narrativa de un Estado triunfante frente a la insurgencia.

Ordenes de Prestación de Servicios (OPS)

Presentadas como mecanismos ágiles de contratación, son cisnes negros de la ley laboral que las prohíbe en funciones permanentes. “Our son of a bitch” burocráticos: engranajes perfectos para el clientelismo, la corrupción institucionalizada y la precarización laboral.

La insurgencia convertida en partido

Presentada como transición democrática, arrastra consigo décadas de secuestros, masacres y narcotráfico. “Our son of a bitch” de la izquierda: funcional para un relato de paz que aseguró curules, cuotas de poder y victimización política, sin conquistar democráticamente ni un solo voto.

La corrupción

 Cisne negro de omnipresencia diaria, es el “our son of a bitch” burocrático por excelencia. Todos la denuncian, pero todos se le arrodillan. Es la caja mayor de la política colombiana: lubricante de contratos, silencios y clientelas, garante de la continuidad del poder bajo la máscara de la legalidad.

La batalla cultura de Agustín Laje: la efervescente espuma

En su libro La batalla cultural. Reflexiones críticas para una Nueva Derecha, y en nutridos discursos por toda Hispanoamérica, Agustín Laje emprende una cruzada para repotenciar a la derecha, acusando a la izquierda de haber manipulado con astucia la cultura y de haberse apropiado hegemónicamente de valores, normas, creencias y lenguaje dentro de la sociedad.

El exitoso influencer argentino responsabiliza a pensadores como Gramsci, Laclau, Mouffe y Marcuse de haber inventado un arsenal de identidades, antagonismos y conflictos —feminismo radical, ideología de género, diversidad sexual, progresismo, minorías, indigenismo, colectivos, ambientalismo— distintos de la clásica lucha de clases marxista, con el fin de abrir “frentes de lucha” culturales permanentes contra el orden conservador tradicional.

Argumenta con frenesí que la derecha debe desplegar estrategias conscientes y deliberadas en escuelas, universidades, familia, iglesias, medios de comunicación y redes sociales para arrebatarle a la izquierda la hegemonía cultural, destruyendo esos “perniciosos antagonismos”, como paso previo y obligatorio a la conquista del poder político directo.

Pero Laje plantea esta lucha encarnizada —casi odiosa— contra la nueva izquierda sin reparar en la gran bandada de cisnes negros y “our son of a bitch” de la derecha latinoamericana: unos presos, otros sobrevolando cárceles, tribunales y, sobre todo, la memoria colectiva.

La verdadera batalla cultural

Agustín Laje, en su Batalla cultural, convoca a un enfrentamiento donde la moral parece ser patrimonio exclusivo de la derecha. Su tesis central, presentada como un duelo encarnizado entre bloques políticos por el control de valores, normas y creencias, se deshace en cuanto toca la realidad: basta mirar la historia latinoamericana para advertir la gran bandada de cisnes negros y “our son of a bitch” que surcan, indistintamente los cielos de la derecha y la izquierda.

La experiencia demuestra que la corrupción, el abuso de poder y la violación de derechos humanos no son monopolio de ninguna ideología, sino patologías recurrentes de un poder desprovisto de límites éticos. Por eso, la batalla cultural no es la que plantea Laje, reducida a un forcejeo entre derechas e izquierdas, cortina de humo fratricida que distrae lo esencial.

La verdadera batalla cultural —que debe librarse sin odio ideológico en los espacios gramscianos: escuelas, universidades, familia, iglesias, medios de comunicación y redes sociales— es suprapartidista y supraideológica: la moral contra la corrupción, la dignidad contra la podredumbre, la conciencia contra la indiferencia.

No importa que un partido proclame tradición y otro deconstrucción, si ambos terminan hundidos en el mismo charco hediondo: la corrupción que se eterniza, la injusticia que se normaliza, el dolor de los débiles convertido en paisaje cotidiano.

En contraste, la cruzada de Laje no pasa de ser burbuja efervescente: ruido de cerveza recién destapada o de champán agitado que sube con estrépito y se desvanece en segundos, dejando apenas un regusto amargo y el alma vacía.

La salvación de estos países no está en esas espumas pasajeras, sino en la limpieza de las profundidades de las miserias del espíritu donde el protoplasma de la sociedad se pudre bajo el peso de la ignominia y la inmoralidad.

Medellín, 8 de septiembre de 2025

septiembre 10, 2025

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