El Compay Mono, un acordeón y una bala cachaca
Actualidad, Editorial

El Compay Mono, un acordeón y una bala cachaca


Crónica de un regreso, un centenario conversón y una nostalgia quebradiza.


Por Stevenson Marulanda Plata

Llegada a Cotoprix

Y allá en la calle me encontré con un viejito conversón, y a lo Chema Gómez Daza, el fonsequero compositor de Compay Chipuco, al rompe le pregunté:

—Oiga, compa, ¿cómo se llama usted?

—Me llamo Juan de Dios Gómez Iguarán —respondió rotundo—. Soy el Compay Mono, el querendón de las mujeres, y tengo cien años—Dijo nítidamente.

La visita a Cotoprix sucedió la mañana del 19 de abril de 2025, día de gallos en toda la mítica comarca del hombre que hace cien años derrotó al dios del Averno, il signore del Inferno —el mismísimo Diablo— que cayó fulminado con música de acordeón y cantos sacros invertidos.

 El 19 de abril de 2025, hizo exactamente un siglo que Francisco Moscote Guerra, “El Hombre”, con un cachivache de fuelle primitivo —memoria de lo que iba a venir—, desheredado de la gran cultura europea del siglo XIX, instrumento maldito según el Papa y piano de marinero según estos intrépidos navegantes, ya perdido en las últimas instancias de la piquería, en un suspiro de inspiración se salvó tocando El Credo al revés. Santo Remedio cuando ya las notas del Maligno le estaban metiendo el rabo entre los bajos y los cachos entre los pitos. El acordeoncito con que tocó El Credo invertido pertenecía a un lote de “Tornillos é Máquina que trajeron mis parientes los judíos errantes, contrabandistas sefarditas por la vía mercante Liverpool – Curazao – Riohacha,

Sucedió en el piedemonte de la cara guajira de la Sierra Nevada de Santa Marta, la que discurre en suaves lomeríos hacia Riohacha y, desde sus imponentes cucuruchos eternamente nevados, se asoma y mira sin pestañear al inmenso mar Caribe.

Sucedió en Cotoprix, aquel pueblito escondido en mis recuerdos, donde viví mi primera infancia, allá por los cincuenta del siglo pasado, cuando para mí todo lo que me rodeaba era nuevo como si estuviera acabadito de hacer.

Un verdadero juglar

Juan de Dios me recibió sentado en un taburete en la puerta de su casa con su acordeón negro, un —Rey Vallenato Tres Coronas de la época con cayos en los botones—, y con un repertorio de canciones propias que dedicó, una a una, a todas las mujeres que tuvo. Se ufanó, sin conocer el poderoso feminismo radical y extravagante del siglo XXI empollado en el XX por Simone de Beauvoir, de haber tenido veinticinco hijos con féminas distintas. Lo dijo con la misma naturalidad y frescura con la que tocaba su Cinco Letras Honner, su viejo y entrañable cómplice con quien respiraba sus canciones.

Después del saludo, en modo instintivo y automático, metió sus centenarios brazos desvencijados por la sarcopenia senil, a través de las asas de las correas que sostienen el fuelle y se terció y ajustó el piano de marinero contra su pecho, también carcomido por el comején de la vejez. Como todo buen ejecutante, primero tanteó los bajos y los pitos con la devoción y la mística de quien despierta un espíritu dormido. Luego tecleó la melodía introductoria, temblorosa y sarcopénica como todo su cuerpo, pero vital, y enseguida comenzó a cantar. Su canto, alegre como el de una campana vieja tañendo una nostalgia quebradiza, tenía la voz recogida y arrugada.

El pueblo y la casa que ya no son

Pero su nostalgia no era como la mía. La mía me hervía en la piel a mil grados al regresar a Cotoprix después de sesenta y siete años. Ahí estaba, a tres puertas de la del Compay Mono, lo que alguna vez fue mi casa. O lo que podría llamarse casa: no se parecía en nada. Todo el pueblo era otro. Otro tiempo. Otro rostro.

El carnaval que terminó en tragedia

Nos fuimos de Cotoprix rumbo a Maicao por una tragedia absurda. Un policía cachaco boyacense asesinó de un disparo de máuser a un señor que bailaba en los carnavales que mi papá organizaba cada febrero en la casa. En ese entonces, todos los policías venían del interior del país; los mandaban, mejor, los desterraban a La Guajira como castigo.

Mi memoria enseguida recuperó intactos y ensangrentados los pegostes y grumos de cerebro que embardunaron la nevera de petróleo marca Servel, las paredes y el marco de la puerta donde cayó pesadamente atravesado el cuerpo sin vida de Gumersindo. Un instante antes de que la bala —estresada y silbante— cruzara la calle y se estrellara contra su parietal izquierdo, aquel hombre moreno, joven, apuesto y estatuario bailaba alegremente ¡Ay, cosita linda, mamá!, la canción de moda en esos carnavales, compuesta por el soledense Pacho Galán, el rey del merecumbé.

Yo lo vi. Yo vi la silueta —como la de esos soldaditos de plomo— apuntando con un rifle hacia la puerta de la casa. Junto a mi hermano Emerson, a través de las llamas y el humo que esparcía el anafe de Benita —una indígena wayuu que vendía “pastelitos” (frituras de maíz con queso) en la acera del frente de la fiesta—, distinguimos la figura siniestra de Bejarano, el policía boyacense asesino.

Un sombrero, una cachucha y el destino.

Hoy, sesenta y siete años después, la hija del Compay Mono, Emilsa —ya de setenta y seis años entre cuero y materia— me contó la verdad que todo mundo sabía, menos yo, tras mi larga ausencia de seis décadas y picón: Gume no era el blanco del disparo. El absurdo uniformado buscaba a otro, a un tipo maluco que también estaba en la fiesta, uno que usaba en el pueblo un sombrero. Pero, como dicen los mexicanos: si no es pa’ ti, ni aunque te pongas; y si es pa’ ti, ni aunque te quites.

Donato no se quitaba el machete del cinto. Era un borracho pendenciero que andaba por todo el pueblo acoquinando a todo el mundo. Recién había salido de Las Catorce Ventanas, la cárcel de Santa Marta, tras purgar una larga condena. Y todo por culpa de su mala leche y de ese mismo machete —el de su oficio de matarife—, con el que, además de sacrificar una res diaria en Cotoprix, le había cortado la cabeza a un hombre muy considerado en el pueblo.

Justo antes de que la bala se desmandara matándose por la boca del máuser, el matarife en pleno baile se dirigió a Gumito:

—¡Ja! Primo hermano, a usted le queda bien este sombrero.

Gumito, sonriente, se dejó quitar su cachucha gris —esa que le había regalado la Federación de Algodoneros— y permitió que el pernicioso de Donato le encasquetara su sombrero, que le caló hasta las orejas.

Bejarano decidió eliminar a Donato extrajudicialmente, porque motu proprio lo consideraba un peligro para la sociedad cotopricense.


—Esta noche es su noche —dijo, y tomó el máuser de dotación.

Salió rumbo a la casa de Enrique Marulanda Aarón, donde —según las malas lenguas— Donato estaba borracho, bailando con su infaltable sombrero y el machete de siempre. Bejarano no vio más que una cabeza con su rostro cubierto de Maizena y engalanada con un sombrero… y ¡pum!

Fonseca, La Guajira. Sábado de Pascua, 19 de abril de 2025

abril 21, 2025

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